Por Gianni Valente
Un año más llega a su fin. Y de nuevo, las historias de misioneros y agentes pastorales católicos asesinados en los últimos 12 meses, recopiladas y publicadas una vez más por la Agencia Fides, dejan entrever el misterio y el tesoro que se esconden en las vidas arrebatadas de forma sangrienta mientras servían a sus hermanos y hermanas en el mundo, siguiendo a Jesús.
Existen rasgos distintivos que marcan la vida de los testigos de Jesús, entregadas incluso hasta el derramamiento de sangre. Así lo recordó el Papa Francisco hace unos días, al celebrarse la fiesta litúrgica de San Esteban, el primer mártir cristiano. Según los Hechos de los Apóstoles, Esteban rezó por la salvación de sus verdugos mientras lo apedreaban. El Papa subrayó que también hoy quienes dan testimonio de Jesús no se dejan matar «por debilidad ni por defender una ideología, sino para hacer partícipes a todos del don de la salvación. Y lo hacen, ante todo, por el bien de sus asesinos... y rezan por ellos».
El santo monje ruso Silvano del Monte Athos describía «el amor a los enemigos como el único criterio verdadero de la ortodoxia». Por su parte, el beato Christian de Chergé, prior de los monjes trapenses martirizados en Tibhirine (también citado por el Papa Francisco en la fiesta de San Esteban), expresó en su testamento espiritual, anticipando su posible martirio, que llamaría a su desconocido asesino «amigo de última hora». En el mismo texto, pedía que ambos pudieran encontrarse en el Paraíso si así lo disponía Dios Padre.
Los testigos de Jesús que han muerto asesinados abrazan a sus verdugos con sus vidas ofrecidas como un puro don de gracia, una expresión de su configuración plena con la pasión de Cristo. Y este acto no se realiza desde un esfuerzo de autocontrol humano, sino como una reverberación de la misericordia divina que opera en ellos.
De nuevo este año, como en anteriores, un gran número de misioneros y agentes de pastoral asesinados han perdido la vida de forma violenta mientras se encontraban inmersos en el desarrollo ordinario de su trabajo. Entre ellos, destacan tragedias como la de François Kabore, voluntario en Burkina Faso, quien fue asesinado durante un ataque armado mientras dirigía una reunión de oración. En ese mismo ataque, perdieron la vida otros 14 fieles que rezaban con él. Asimismo, en México, Marcelo Pérez Pérez, párroco indígena de San Cristóbal de Las Casas, Chiapas, fue asesinado un domingo por la mañana mientras regresaba a su hogar tras celebrar misa.
Estos hechos ocurrieron en contextos cotidianos, alejados de cualquier búsqueda de reconocimiento o actos heroicos premeditados, arrancados de sus labores diarias por una violencia irracional. Con su sacrificio -otra connotación que los distingue- los testigos de la fe, empezando por los que pierden la vida a manos de otros, no dan testimonio de sí mismos. Son ajenos a lo que el profesor griego Athanasios Papathanasiou, durante una conferencia ecuménica en la Comunidad monástica de Bose, había descrito como la falsificación «narcisista» del martirio y del testimonio, que en lugar de confesar a Cristo por atracción, en el olvido de sí mismo, se vuelve autorreferencial, concibiendo y presentando el testimonio como una «empresa de autojustificación» y protagonismo personal.
Toda confesión de fe, hasta la entrega de la propia vida, no es fruto de un heroísmo humano, sino obra del Espíritu Santo. Jesús lo confirma en el Evangelio, al exhortar a sus discípulos a no preocuparse por lo que han de decir cuando sean llevados ante los tribunales «por mi causa», porque «no sois vosotros los que habláis, sino que es el Espíritu de vuestro Padre el que habla en vosotros».
Conmemorar anualmente a los misioneros y agentes pastorales asesinados es un acto que trasciende la simple memoria. Es reconocer y celebrar el misterio de la gratuidad divina que se manifiesta en sus vidas entregadas. Este gesto también sirve para despejar falsificaciones que, bajo el estigma del miedo o la venganza, tergiversan el sufrimiento de los bautizados. Cuando las campañas y consignas sobre los cristianos perseguidos no logran reflejar este tesoro espiritual y esta dinámica transformadora, corren el riesgo de fomentar confusión y perpetuar el olvido. La verdadera fuerza del testimonio cristiano reside en su capacidad de trascender el odio y el sufrimiento, revelando un amor que es completamente gratuito.
En el Año Jubilar recién iniciado, la Iglesia de Roma recordará con gratitud a estos testigos de la fe que dieron su vida siguiendo a Jesús. Esta gratitud se convertirá en oración, una súplica dirigida al Señor para pedir la salvación de todos. En especial, por las multitudes aniquiladas en los actuales conflictos y las nuevas masacres de inocentes que continúan desgarrando al mundo, como parte de lo que el Papa Francisco ha denominado la «Guerra Mundial a pedazos».
(Agencia Fides 30/12/2024)