Por Gianni Valente
Roma (Agencia Fides) – Santa Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz, proclamada por el Papa Pío XI co-patrona de las misiones junto con San Francisco Javier, vivió gran parte de su corta y frágil vida (murió a los 24 años de tuberculosis) entre los muros de un monasterio. Pero antes de iniciar su tiempo de clausura, la santa de Lisieux, cuya memoria litúrgica se celebra hoy, pudo beber de la memoria apostólica y martirial de la Iglesia de Roma que, por tradición, en el mes de octubre, convoca a todas las comunidades católicas del mundo a una colecta de ayuda para las obras misioneras. Ocurrió en noviembre de 1887, cuando Teresa tenía 14 años y el Papa León XIII celebraba su jubileo sacerdotal. Entre las numerosas peregrinaciones organizadas para homenajear al anciano Pontífice, se encontraba una promovida por la diócesis francesa de Coutances. Teresa Martin participó en ella junto con su padre Louis y su hermana Céline.
Teresa partió hacia Roma con un “plan” bien definido: si se le daba la oportunidad, deseaba hablar con el anciano Pontífice y pedirle directamente permiso para hacerse carmelita a la edad de quince años.
Del relato de su viaje a Italia, recogido en su diario Historia de un alma, se han hecho famosas las páginas en las que Teresa describe su encuentro y conversación con el Papa. Pero quizá los detalles más evocadores del relato de la adolescente son los que describen su peregrinación a los lugares de la memoria cristiana diseminados por la Ciudad Eterna: «¡Qué viaje aquél...! Sólo en él aprendí más que en largos años de estudios», escribe Teresa. Y añade: «vi cosas muy hermosas; contemplé todas las maravillas del arte y de la religión; y, sobre todo, pisé la misma tierra que los santos apóstoles y la tierra regada con la sangre de los mártires, y mi alma se ensanchó al contacto con las cosas santas...».
El viaje del grupo, iniciado en París, realizó paradas en Milán, Venecia, Padua y Bolonia antes de llegar a Roma. El tren llegó a Roma por la noche, y Teresa Céline y su padre Louis encontraron alojamiento en un hotel de Vía Capo le Case, una de las calles a las que se asoma un lado del Palacio de Propaganda Fide. Permanecen en la ciudad durante siete días. Sus notas de viaje, únicas, confiadas a su diario, además de informar ampliamente sobre su encuentro con el Papa León XIII, recorren el Coliseo y las Catacumbas, las basílicas de Santa Cecilia y Santa Inés, y la basílica de la Santa Cruz en Jerusalén.
En el Coliseo, la joven de Lisieux cuenta como una aventura su separación del grupo para descender junto a Céline entre las ruinas: «Por fin, podía ver - escribe Teresa - aquella arena en la que tantos mártires habían derramado su sangre por Jesús, y ya me disponía a besar la tierra que ellos habían santificado, ¡Pero qué decepción la mía! El centro no era más que un montón de escombros que los peregrinos tenían que conformarse con mirar, pues una valla les impedía entrar. Por otra parte, nadie sintió la tentación de intentar meterse por en medio de aquellas ruinas... ¿Pero valía la pena haber venido a Roma y quedarse sin bajar al Coliseo...? Aquello me parecía imposible». Teresa ya no escuchaba las explicaciones del guía, su único afan era buscar un camino fuera de los recorriodos protegidos para entrar en el interior de las ruinas. Atravesó la valla, llevando a Céline con ella... «sorteamos la valla, hasta la que en aquel sitio llegaban los escombros, y comenzamos a escalar las ruinas, que se hundían bajo nuestros pies. Papá nos miraba, completamente asombrado de nuestra audacia, y no tardó en indicarnos que volviéramos. Pero las dos fugitivas ya no oían nada». Las dos hermanas se pusieron a buscar un trozo de suelo, marcado con una cruz, que el guía había señalado «como el lugar en el que combatían los mártires», y al encontrarlo, «arrodillándonos sobre aquella tierra sagrada, nuestras almas se fundieron en una misma oración. Al posar mis labios sobre el polvo purpurado por la sangre de los primeros cristianos, me latía fuertemente el corazón. Pedí la gracia de morir también mártir por Jesús, y sentí en el fondo del corazón que mi oración había sido escuchada». «Todo esto - prosigue Teresa - sucedió en muy poco tiempo, y después de coger algunas piedras, volvimos hacia los muros en ruinas para volver a comenzar nuestra arriesgada empresa. Papá, al vernos tan contentas, no tuvo valor para reñirnos, y me di cuenta de que estaba orgulloso de nuestra valentía... Dios nos protegió visiblemente, pues los peregrinos no se dieron cuenta de nuestra empresa por estar algo más lejos que nosotros(…)».
A Teresa - escribe Giovanni Ricciardi - «no le basta conocer o ver de lejos. Ante las reliquias de los mártires siente la necesidad de acercarse, de tocar con sus propias manos». Así ocurrirá también en las Catacumbas de San Calixto. «Son tal como me las había imaginado leyendo su descripción en la vida de los mártires», explica Teresa. También allí, las dos hermanas dejaron que la procesión de peregrinos se alejara un poco, bajaron hasta el fondo de la antigua tumba de Santa Cecilia y recogieron un poco de tierra. «Antes del viaje a Roma» escribe Teresa «yo no tenía especial devoción a esta santa. Pero al visitar su casa, convertida en iglesia [la Basílica de Santa Cecilia en Trastevere], y el lugar de su martirio, al saber que había sido proclamada reina de la armonía, no por su hermosa voz ni por su talento musical, sino en memoria del canto virginal que hizo oír a su Esposo celestial escondido en el fondo de su corazón, sentí por ella algo más que devoción: una auténtica ternura de amiga… Se convirtió en mi santa predilecta, en mi confidente íntima...». Cecilia se convierte en alguien muy querida para ella, siente su proximidad, en la comunión de los santos. Teresa recuerda también un detalle de la Passio de santa Cecilia, que tal vez leyó en las vidas de los mártires: «Cecilia llevaba siempre el Evangelio de Cristo escondido en su corazón y, tanto de día como de noche, no cesaba de hablar del Señor en sus oraciones y muy a menudo le pedía que la mantuviera virgen».
La misma cercanía de hermana, Teresa la sintió y proclamó con Santa Inés durante una visita a la Basílica dedicada a la Santa en la Vía Nomentana. Aquella visita, cuenta Teresa «fue para mí muy dulce. Allí iba a visitar en su casa a una amiga de la infancia [la hermana Ines, que entonces ya estaba en le Carmelo]. Le hablé largamente de la que tan dignamente lleva su nombre, e hice todo lo posible por conseguir una reliquia de la angelical patrona de mi madre querida para traérsela. Pero no pudimos conseguir más que una piedrecita roja que se desprendió de un rico mosaico cuyo origen se remonta a los tiempos de santa Inés y que ella debió de mirar muchas veces».
Teresa ejerce el mismo modo físico y vital de acercarse a los recuerdos cristianos ante las reliquias más preciadas, el último y más querido de los recuerdos de su peregrinación romana es «en la iglesia de la Santa Cruz de Jerusalén, donde pudimos venerar varios fragmentos de la verdadera Cruz, dos espinas y uno de los sagrados clavos, encerrado en un magnífico relicario de oro labrado, pero sin cristal, por lo que, al venerar la sagrada reliquia, encontré la forma de pasar mi dedito por una de las aberturas del relicario y pude tocar el clavo que bañó la sangre de Jesús. La verdad es que era demasiado atrevida». Pero «por suerte, Dios, que conoce el fondo de los corazones» añade, «sabe que mi intención era pura y que por nada del mundo hubiera querido desagradarle. Me portaba con él como un niño que piensa que todo le está permitido y mira como suyos los tesoros de su padre». «Siempre tenía que encontrar la forma de tocarlo todo», concluye Teresa.
(Agencia Fides 1/10/2023)