VATICANO - Jornada Pro Orantibus - “Vida contemplativa, riqueza y don”: una contribución de las Benedictinas de Santa María de Rosano

martes, 20 noviembre 2007

Ciudad del Vaticano (Agencia Fides) - El Papa Pío XII instituyó el 21 de noviembre de 1953, memoria litúrgica de la Presentación de la Virgen María en el Templo, la “Jornada Pro Orantibus”. En esta circunstancia todos los fieles son invitados a dar gracias al Señor por el don de la vida claustral, y en particular por tantos hermanos y hermanas que en los conventos de clausura de todo el mundo contribuyen a la edificación del Reino de Dios elevando al Señor una oración incesante y continua. La Jornada invita a dirigirse a los monasterios, para sostenerlos con nuestra ayuda espiritual y material, y recuerda al hombre contemporáneo, frecuentemente inmerso en los ritmos convulsivos y frenéticos de la vida moderna, la importancia de poner en el centro de la propia existencia a Jesucristo y la oración. Para esta ocasión, la Agencia Fides publica una contribución de las Benedictinas de Santa María de Rosano que tiene por tema “Vida contemplativa, riqueza y don”.
«La jornada “pro orantibus”, nacida como ocasión de ayuda material a las comunidades de vida contemplativa claustral, se ha desarrollado en los años como una oportunidad para reproponer a los cristianos de todas las latitudes el misterio de la contemplación, esa componente esencial de la vida de cada creyente en Cristo a la cual, con una vocación de consagración especial, son llamados en modo total y permanente hombres y mujeres que, donándose exclusivamente y enteramente a Dios, en la penitencia, la oración y la alabanza, ofrecen a la iglesia este servicio para el bien común.
La ciencia biológica con sus estudios siempre más profundos y la ciencia social, que en los tiempos modernos ha evidenciado y clasificado los mecanismos de la vida relacional, han destacado el hecho que cada organismo existe y se desarrolla con la participación de todos sus componentes que, a su modo, colaboran e interactúan para alcanzar la plenitud de su realización.
Ya San Pablo había parangonado la Iglesia a un cuerpo cuya cabeza es Cristo, y cuyos miembros son todos los bautizados unidos por la caridad y comprometidos en conseguir la madurez plena en Él. El pueblo de Dios, guiado por los ricos contenidos evidenciados por el Concilio Vaticano II y por los Pontífices que se han ido sucediendo en la conducción de la Iglesia, ha realizado grandes progresos en la conciencia del deber de todos de hacerse cargo del anuncio del Evangelio y de la realización concreta del bien de los hermanos, pero con frecuencia la esfera en la que se siente la urgencia y la necesidad de un servicio está ligada a la parte material del hombre. Todos están dispuestos a reconocer la utilidad de personas que se dediquen al cuidado de los enfermos, los niños, los pobres, o de quien busca soluciones concretas para los dramas de la droga, del rechazo de la vida, o del “uso” de las personas para fines exclusivamente hedonistas y egoístas.
Menos clara es la conciencia de que el hombre está compuesto también de una parte espiritual y que, incluso llegado a eliminar todas las causas de sufrimientos materiales y de malestar social, no encentra su plena realización sino en el encuentro individual, concreto y vital con Dios. En este campo cada ser humano debe llevar a cabo un camino estrictamente personal que se desarrolla en la parte más secreta de su alma, donde entra solo Dios y donde el don incondicionado del Amor toca a su puerta para pedir a la criatura su consentimiento activo para hacerla plenamente feliz.
Nadie puede percibir las vetas de santidad y los abismos de miseria que pueden celarse en lo íntimo de la conciencia, sólo el Señor puede conocer e intervenir con una ayuda eficaz pero, según el plano miserioso según el cual Dios quiere necesitar de nosotros, incluso en esta obra, en realidad tan suya, Él busca nuestra colaboración.
Esta es la gran misión de las almas contemplativas: donar su propia vida a Dios para que Él pueda usarla como y donde quiera, pueda servirse de ella como de una reserva inacabable de amor, de fuerza, de superación, de generosidad, de esperanza y de perdón con el cual corroborar y casi catalizar el compromiso del individuo concreto, tan necesario. A nosotras, monjas, que cada día alimentamos este tesoro, no nos importa saber quiénes son los destinatarios de nuestra oración, del sacrificio y del don, porque tenemos la certeza de que el Señor los hará ciertamente alcanzar a quienes verdaderamente tienen necesidad, incluso aunque nadie desde el exterior pueda siquiera suponerlo.
Hoy, sobretodo en las sociedades occidentales siempre más ricas de cosas pero cada vez más pobres en valores, la vida contemplativa está llamada a dar un gran testimonio del amor. En el contacto con un Monasterio, los hombres de hoy pueden aprender a descubrir aquello que verdaderamente realiza a la persona, pueden comprender que la fuente de la sonrisa serena y alegre que encuentran en la clausura viene de la certeza de que Dios es amor y que por ello todo lo que acontece en la existencia, que nosotros con una medida puramente humana dividimos en buenos y malos, es vehículo de una gracia que nos ayuda a crecer y avanzar hacia la plenitud de la vida, de aquella vida que ya se inició aquí, en el tiempo, pero que encontrará su pleno cumplimiento en Dios por toda la eternidad.
Cada criatura nace con una vocación querida por el Señor para aquella persona, en un momento histórico dado, en algún preciso lugar de la tierra; es Él quien sabe verdaderamente de qué hay necesidad y -sin descuidar la obra preciosa e insustituible de todos los religiosos comprometidos en el apostolado directo y en las diversas obras de servicio a los más pequeños, débiles y sufrientes- se debe decir que es precisamente el gran vacío que en nuestro tiempo parece invadir a las almas, lo que lo mueve a multiplicar las vocaciones a la vida contemplativa para que su presencia ayude a la humanidad a reencontrar el camino al Paraíso, único camino en el que todos los hombres pueden andar juntos en el respeto recíproco, en la ayuda mutua, en la paz profunda que construye el amor.
Y tal vez, los jóvenes de hoy en día, que experimentan la falsa libertad de la independencia de toda imposición externa y de todo valor que no encuentre en ellos la motivación necesaria, pero junto con sus inevitables desfogues y gozos efímeros que se convierten rápidamente en depresión y en falta de sentido de la vida, precisamente por estos motivos -sólo si encentran adultos capaces de ayudarlos y alentarlos- perciben más fácilmente la fascinación de un llamado al don total y gratuito de sí, para socorrer a la humanidad en sus necesidades más verdaderas y profundas: reencontrar la fe en Dios Creador y Padre, Verdad y Vida y en Él reencontrar también el Camino y redescubrirse hermanos en la paz y en la verdadera alegría». Las Benedictinas de S. María de Rosano (Agencia Fides 20/11/2007; líneas 76, palabras 1171).


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