Ciudad del Vaticano (Agencia Fides) - Contemplar a la Virgen María, Madre de los sacerdotes, significa detenerse ante el Fruto de su seno: Jesús, el Sumo y eterno Sacerdote. Contemplando la Encarnación encontramos los rasgos fundamentales de la vocación y de la vida sacerdotal de Cristo, que ha querido compartir en modo excepcional y admirable su vida con la creatura escogida desde la eternidad: la Virgen María.
En este inmenso misterio de amor se entrelazan dos vidas para siempre. La Iglesia ha comprendido desde los inicios el lugar de María: Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo la han elevado al espacio salvador central de la Redención. El centro es Él, el Señor crucificado y resucitado; Ella es colocada, justamente como Madre, junto al Hijo.
El sacerdote, ministro sagrado de los misterios de la Redención, representante sacramental de Jesús, contempla, como propio centro de salvación, a su Señor y Le dice con el Apóstol Tomás, primero incrédulo y luego creyente, primero sin afecto y luego enamorado: “Señor mío y Dios mío” (Jn 20, 28).
Y cuando de este centro, que es el Todo de su fe, de su esperanza y de su caridad, volviendo la mirada un poco de lado, ¿él a quién ve, a quién encuentra, sino a la Madre de Jesús? ¿A quién reconoce junto a Él, debajo de Él, junto a su Cruz, si no a La que siempre se ha quedado allí? Después de la confesión de amor incondicionado e incondicionable a Cristo, realizada en comunión con toda la Iglesia, el sacerdote puede dirigir la mente y el corazón a su Madre, que de este acto de amor es Madre. Ella, que antes que todos y más que todos se ha donado al Hijo, recibió como don ese Corazón Inmaculado que, de la Anunciación en adelante, a cada palpitar, pudo repetir: “Señor mío y Dios mío” y siempre: “¡Hijo mío!”.
El sacerdote, por su identificación y conformación sacramental con el Hijo de Dios y de Santa María, puede y debe sentirse verdaderamente hijo predilecto de esta altísima y humildísima Madre y dejarse decir por Ella: “¡Hijo mío!”.
Hoy la humanidad tiene una gran necesidad de pertenencia: pertenecer a un Amor eterno que se hace amor evangélico por el que Jesús rezó: “que todos sean una sola cosa” (Jn 17, 21). El Santo Padre Benedicto XVI nos ha iluminado acerca de esto y nos ha dicho que podemos pertenecer a Cristo “únicamente en unión con todos los que son suyos o lo serán. La comunión me hace salir de mí mismo para ir hacia Él, y por tanto, también hacia la unidad con todos los cristianos. Nos hacemos ‘un cuerpo’, aunados en una única existencia” (Deus caritas est, n. 14).
María, Madre de los sacerdotes y de todos los creyentes, atrae a todos hacia el centro de la Redención, sacándonos de ese diabólico ego-centrismo que nos aleja de la matriz divina. Sí, también y especialmente a nosotros sacerdotes, “María, la Virgen, la Madre, nos enseña qué es el amor y dónde tiene su origen, su fuerza siempre nueva” (Papa Benedicto XVI, Deus caritas est, n. 42). (Agenzia Fides 6/9/2006)