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Por Marie Symington
Roma (Agencia Fides) – En la festividad de la Exaltación de la Santa Cruz se celebra en la Basílica de San Pablo Extramuros la conmemoración ecuménica de los mártires cristianos y de los testigos de la fe de los últimos 25 años. Se trata de un evento jubilar en el que participa también el papa León XIV, una ocasión privilegiada para redescubrir el significado del martirio en la Iglesia católica y el vínculo que une martirio, bautismo y salvación.
El término «mártir» procede del griego μάρτυς (mártys), que significa «testigo» y designa a quien da testimonio de un hecho conocido directamente por experiencia personal. En este sentido, los apóstoles fueron «mártires» de la vida y enseñanzas de Cristo y, de manera eminente, de su muerte y resurrección.
Con el desarrollo de la Iglesia, el vocablo mártys pasó a designar también a quienes, sin haber visto ni oído personalmente a Jesús, daban testimonio de su fe hasta el punto de aceptar la muerte antes que renegar de ella.
Jesús mismo promete la salvación a los mártires, como se lee en el Evangelio de Lucas: «el que pierda su vida por mi causa la salvará» (Lc 9,24), y en el Evangelio de Mateo: «Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo, que de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros» (Mt 5,10-12).
El mártir, por tanto, da testimonio de Cristo y es liberado de la muerte eterna y de la separación de Dios, porque Cristo mismo dio testimonio al mundo y abrió las puertas del cielo con su Pasión y su Muerte.
Santo Tomás de Aquino consideraba el martirio un acto de virtud: «Es tarea de la virtud -escribe- mantenerse en el bien que es propio de la razón. Ahora bien, este bien consiste en la verdad, objeto propio de ella, y en la justicia, su efecto específico. Pues bien, el martirio consiste en que uno persiste con firmeza en la verdad y en la justicia contra la violencia de los perseguidores. Por lo tanto, es evidente que el martirio es un acto de virtud» ([44147] IIª-IIae, q. 124 a. 1 co.).
Santo Tomás de Aquino se adelanta también poniendo el mismo una objeción: dado que un acto virtuoso requiere ser voluntario y orientado al bien, parecería que no todo martirio es acto de virtud, como en el caso de la matanza de los inocentes, que no actuaron por elección personal.
A esta dificultad responde: «Es mejor decir que estos niños asesinados alcanzaron, por la gracia de Dios, la alegría del martirio que otros merecen por su propia voluntad. De hecho, el derramamiento de sangre por Cristo sustituye al bautismo. Así como los méritos de Cristo confieren la gloria a otros niños mediante la gracia bautismal, también en los niños asesinados producen el logro de la palma del martirio» ([44148] IIª-IIae, q. 124 a. 1 ad 1).
La clave, señala Tomás, está en la gracia de Dios: el martirio no se explica solo como fruto del esfuerzo humano, sino como don gratuito que sostiene y perfecciona la virtud.
El Aquinate establece además un paralelismo entre la gracia en el bautismo y la gracia en el martirio, evocando un sermón de san Agustín de Hipona sobre la Epifanía: «Solo pondrá en duda vuestra corona por los sufrimientos soportados por Cristo quien también considere que el bautismo no beneficia a los demás niños. Vosotros no teníais la edad para creer en la futura Pasión de Cristo, pero teníais la carne para afrontar la pasión por Cristo» (De Diversis, I, xvi).
Agustín aborda el mismo tema en La ciudad de Dios, donde reconoce la eficacia salvífica del martirio incluso sin haber recibido el bautismo: «La muerte que cualquier persona, incluso sin haber recibido el lavado de la regeneración, sufre para dar testimonio de Cristo, tiene eficacia para la remisión de los pecados como si fueran perdonados en la fuente bautismal. Jesús dijo: “En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el reino de Dios” (Jn 3,5). Pero en otro pasaje hizo una excepción para los mártires, pues afirmó: “A quien se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos” (Mt 10,32)» (La ciudad de Dios, XIII, 7).
Muchos autores cristianos han descrito el martirio como un auténtico «bautismo de sangre».
San Juan Crisóstomo afirmaba: «No os sorprendáis si llamo al martirio un bautismo, porque también aquí el Espíritu viene con gran rapidez y allí se produce la cancelación de los pecados y una maravillosa y asombrosa purificación del alma. Y así como los que son bautizados son lavados en el agua, también los que son martirizados son lavados en su propia sangre» (Panegírico sobre San Luciano, 2 [387 d. C.]).
Tertuliano, uno de los Padres de la Iglesia latina, subrayaba la íntima conexión entre los dos bautismos: «Ciertamente, también para nosotros hay un segundo lavatorio, también único, es decir, el bautismo de sangre, del que habló el Señor diciendo: “Tengo un bautismo con el que ser bautizado”, aunque ya había sido bautizado. De hecho, como escribió Juan, él había venido con agua y sangre: para ser bautizado con agua, glorificado con sangre. Por lo tanto, para hacernos llamados con agua y elegidos con sangre, hizo brotar estos dos bautismos de su costado traspasado, para que los que creen en su sangre sean lavados con agua, y los que han sido lavados con agua sean lavados también con sangre. Y este es el bautismo que representa el lavatorio no recibido, y lo devuelve si se ha perdido» (El bautismo, 16).
San Cipriano, obispo de Cartago y mártir, enseñaba a su vez: «Ciertamente no carecen del sacramento del bautismo aquellos que son bautizados con el gloriosísimo y supremo bautismo de sangre» (Epístola 72,22. A Giubaiano, Sobre el bautismo de los herejes). Y exhortando a los fieles al martirio añadía: «La causa de la perdición es perecer por Cristo. Ese Testigo que prueba a los mártires y los corona, basta para dar testimonio de su martirio» (Epístola 55, 4. Al pueblo de Tibari, Exhortación al martirio).
En definitiva, como subrayan estos Padres de la Iglesia, es Cristo mismo quien hace santos y mártires a quienes entregan su vida por Él.
Y es también lo que enseña el magisterio de la Iglesia católica cuando afirma: «Los que padecen la muerte a causa de la fe, los catecúmenos y todos los hombres que, bajo el impulso de la gracia, sin conocer la Iglesia, buscan sinceramente a Dios y se esfuerzan por cumplir su voluntad, pueden salvarse aunque no hayan recibido el Bautismo. […] En cuanto a los niños muertos sin bautismo, la liturgia de la Iglesia nos invita a tener confianza en la misericordia divina y a orar por su salvación». (Catecismo de la Iglesia Católica, 1281-1283).
(Agencia Fides 14/9/2025)