VATICANO - “AVE MARÍA” por mons. Luciano Alimandi - La santidad sacerdotal

viernes, 17 julio 2009

Ciudad del Vaticano (Agencia Fides) – Se multiplican en el mundo, en las varias realidades diocesanas y eclesiales, gracias al impulso dado por el Santo Padre Benedicto XVI con la convocatoria de un Año Sacerdotal, iniciativas dirigidas sobre todo a redescubrir y revalorar la identidad sacerdotal y la consiguiente misión del sacerdote en la Iglesia. La misión de Jesús, como es testimoniada por el Evangelio, es realizada en modo del todo especial por los apóstoles y discípulos que son enviados por Jesús a todo el mundo para proclamar la Buena Nueva (cfr. Mc 16, 15). A la raíz de la auténtica vocación sacerdotal está, por lo tanto, necesariamente la llamada de Jesús: “no me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros” (Jn 15, 16)
Para “decidir” ser sacerdotes, es necesario ante todo descubrir esta elección de predilección de Cristo. Quien escoge y quien envía es siempre y solo Él y, esto, Jesús lo hace a través de la mediación de la Iglesia. Una verdadera vocación no es sólo intuición, sino que debe ser cultivada e injertada en el árbol secular de la Iglesia.
Para llegar a ser conscientes de la elección de Jesús es necesario, normalmente, un tiempo más o menos largo de discernimiento. Es necesario, en efecto, llegar al conocimiento de una verdad sublime: ¡Jesús me llama a ser como Él, sacerdote! Sin un adecuado camino, que normalmente inicia en la propia familia, Iglesia doméstica, ¿cómo se podría descubrir una verdad así que involucra y cambia la vida entera?
El “sígueme” (cf. Mt 9, 9; Mc 10, 21; Lc 9, 59; Jn 1, 43) pronunciado por Jesús a la conciencia de un pobre hombre, más o menos joven, como eran los primeros discípulos del Señor, trae consigo enormes consecuencias. En efecto, se permanece sacerdote eternamente.
La llamada sacerdotal es tan alta que uno no se puede engañar quedándose donde ella nos ha encontrado. La madurez humana, intelectual, espiritual del llamado debe necesariamente crecer no sólo hasta el día de su ordenación, sino hasta el día de su muerte, porque, si el crecimiento se detiene, inevitablemente se regresa atrás, comprometiendo cada vez más la propia vocación a la santidad.
El agua que no fluye, se estanca, es por esto que Jesús habla de “agua viva”, entendiendo la vida de gracia, don del Espíritu Santo, que los que creen en Él pueden recibir (cf. Jn 7, 38). Es una ley inalterable del espíritu: quien no “sube”, “baja”, o se progresa en las virtudes (los hábitos hermosos y buenos) o se fortalecen los vicios (los hábitos feos y malos). Es por esto que la así llamada “formación permanente” de los sacerdotes requiere de un compromiso no menor del requerido por la formación sacerdotal antes de las Órdenes sagradas.
Es obvio que, justamente por la intensidad del esfuerzo requerido, antes y después de la ordenación sacerdotal uno se puede cansar de: rezar, vigilar, amar, abandonarse, donarse... Es entonces que la Providencia divina viene en nuestra ayuda en mil modos diversos. Si somos humildes los sabremos reconocer y ellos nos llevarán “en alto”, nos elevarán por encima de las preocupaciones humanas, de las mismas tentaciones diabólicas y de las mezquinas lógicas individualistas... Para “no perder cuota”, tanto como cristianos que como sacerdotes, es necesario, ante todo, tener un corazón libre, que no se haga pesado por los lastres, es decir por la mundanidad, sino que se vacíe constantemente para hacerse más “ligero” y “subir”.
Sólo el amor de Dios puede elevar, ensanchar el horizonte, purificar la mente y el corazón de todo aquello que ofusca y corrompe; pero el amor de Dios es también “fuego”. Jesús lo ha dicho: “he venido a traer el fuego sobre la tierra; y cómo quisiera que ya estuviese encendido” (Lc 12, 49).
Para hacerse hijos de la luz (cf. Jn 12, 36) es necesario el “fuego” del Espíritu y el fuego, obviamente, quema también porque debe purificar y sanar en nosotros aquello que es pecaminoso. Este proceso, si no se completa en esta tierra, para aquellos que se salvan, continuará en el Purgatorio. También aquí se habla de fuego que quema; es siempre el fuego del amor, porque el Purgatorio es el Lugar del Amor que purifica, como lo ha comprendido estupendamente Santa Catalina de Génova.
Para experimentar el amor divino que transforma, es necesario imitar a los Santos, a partir de la Virgen María, San José y los Apóstoles. ¿Qué hicieron de extraordinario? Han tomado en serio el Evangelio, lo han vivido – como San Francisco – “sine glossa”, sin añadir ni condiciones ni peros.
Si no tomamos en serio el Evangelio no podemos tomar en serio a Jesús. Jesús nos ha dejado, en efecto, un único Evangelio con una única Iglesia fiel guardiana de la Verdad que, en el surco de la única Tradición viva, nos ofrece el anuncio de siempre: sólo en Cristo Jesús está la salvación y este Jesús no debe ser reducido, relativizado... o se le toma así como es o no se le toma.
La verdadera santidad del sacerdote consiste, entonces, en imitar a Jesús deseando la transformación en Él. Ciertamente esto es humanamente imposible, ¿pero no creemos acaso que Dios puede hacer milagros?
El Santo Padre ha recordado a todos los sacerdotes del mundo, en este Año Sacerdotal, el ejemplo del Santo Cura de Ars, que llegó a ser un Jesús viviente. Después de haber venerado las reliquias de su corazón, el Santo Padre, dirigiéndose a los sacerdotes ha dicho: “Hace poco he podido venerar, en la capilla del Coro, la reliquia del santo cura de Ars: su corazón. Un corazón inflamado de amor divino, que se conmovía al pensar en la dignidad del sacerdote y hablaba a los fieles con un tono conmovedor y sublime, afirmando que ‘después de Dios, el sacerdote lo es todo... Él mismo no se entenderá bien sino en el cielo’ (cf. Carta para el Año sacerdotal). Cultivemos queridos hermanos, esta misma conmoción (...) La Iglesia necesita sacerdotes santos; ministros que ayuden a los fieles a experimentar el amor misericordioso del Señor y sean sus testigos convencidos. En la adoración eucarística, que seguirá a la celebración de las Vísperas, pediremos al Señor que inflame el corazón de cada presbítero con la "caridad pastoral" capaz de configurar su "yo" personal al de Jesús sacerdote, para poderlo imitar en la entrega más completa. Que nos obtenga esta gracia la Virgen María (...) El santo cura de Ars sentía una filial devoción hacia ella, hasta el punto de que en 1836, antes de la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción, ya había consagrado su parroquia a María ‘concebida sin pecado’. Y mantuvo la costumbre de renovar a menudo esta ofrenda de la parroquia a la santísima Virgen, enseñando a los fieles que ‘basta con dirigirse a ella para ser escuchados’, por el simple motivo de que ella ‘desea sobre todo vernos felices’ (Benedicto XVI, homilía del 19 de junio de 2009). (Agencia Fides 17/7/2009; líneas 77, palabras 1156)


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