VATICANO - “En defensa de Pío XII - Las razones de la historia”

martes, 9 junio 2009

Ciudad del Vaticano (Agencia Fides) – Por gentil concesión del Autor, publicamos la introducción al libro “En defensa de Pío XII – Las razones de la historia”, por Giovanni Maria Vian, ediciones Marsilio.
¿Pío XII? Un papa lejano, de rasgos tan desteñidos que ya no se reconocen o, en alternativa, de contornos demasiado cargados, deformados por una representación polémica tan áspera y persistente que oscurece la realidad histórica. Es esta la imagen que hoy prevalece de Eugenio Pacelli, elegido a la sede de Pedro en la vigilia de la última guerra mundial. Destino singular para el primer pontífice romano que, siguiendo el camino abierto por su predecesor, llegó a ser popular y realmente visible en todo el mundo. Gracias a la incipiente y tumultuosa modernidad, también de la comunicación, que el papa de Roma quiso y supo utilizar: desde los repetidos viajes – que lo llevaron a Europa y América como diplomático y secretario de Estado – hasta el nuevo género de los radiomensajes, desde las grandes manifestaciones públicas hasta las portadas de las revistas, desde el cine hasta un medio apenas en sus albores y destinado a un gran éxito como era la televisión. Destino aún más singular si se piensa en la autoridad que generalmente se le reconocía en vida y a los juicios positivos casi unánimes que en 1958, hace medio siglo, acompañaron su partida.
¿Cómo ha sido entonces posible un cambio semejante de imagen, que se verificó además en pocos años, más o menos a partir de 1963? Los motivos son principalmente dos. El primero reside en las difíciles opciones políticas realizadas por Pío XII desde el exordio de su pontificado, luego durante la tragedia bélica, y finalmente durante la guerra fría. La línea asumida en los años del conflicto por el papa y la Santa Sede, contra los totalitarismos, pero tradicionalmente neutral, en los hechos fue en cambio favorable a la alianza antihitleriana y se caracterizó por un esfuerzo humanitario sin precedentes, que salvó muchísimas vidas humanas. Esta línea fue con todo anticomunista, y por esto, ya durante la guerra, el papa comenzó a ser considerado por la propaganda soviética como cómplice del nazismo y de sus horrores. La segunda razón fue la llegada de sus sucesor, Angelo Giuseppe Roncalli. Éste, descrito ya mucho antes del cónclave como candidato (y, una vez elegido, como papa) «de transición», en razón sobre todo de su edad avanzada, fue saludado inmediatamente como «el papa bueno», y contrapuesto cada vez más sin matices a su predecesor: por su carácter y estilo radicalmente diversos, pero también por la decisión inesperada y clamorosa de convocar un concilio.
Los elementos principales que explican el cambio de la imagen de papa Pacelli son por lo tanto la opción anticomunista de Pío XII y la contraposición con Juan XXIII. Contraposición que fue acentuada sobre todo después de la muerte de este último y la elección de Giovanni Battista Montini (Pablo VI), entre otras cosas porque fue favorecida por la polarización de los contrastes, durante el Vaticano II, entre conservadores y progresistas, que transformaron en símbolos contrapuestos a los dos papas fallecidos. Entre tanto, tuvo un papel decisivo el drama Der Stellvertreter («El vicario») de Rolf Hochhuth, representado por primera vez en Berlín el 20 de febrero de 1963, y basado completamente en el silencio de un papa presentado como indiferente ante la persecución y el exterminio de los judíos.
Ante la extensión de la polémica en Inglaterra, salió el cardenal Montini a la defensa de Pío XII– que fue estrecho colaborador de Pacelli – con una carta en la revista católica «The Tablet» que llegó a la redacción el día de su elección al pontificado, el 21 de junio, y fue publicada también en «L’Osservatore Romano» del 29 de junio: «Una actitud de condena y de protesta, como el que se le reprocha al Papa no haber adoptado, habría sido, además de inútil, dañino; esto es todo». Severa, y marcada por palabras escogidas atentamente, la conclusión de Montini: «No se juega con estos argumentos y con personajes históricos que conocemos, con la fantasía creadora de artistas de teatro, no suficientemente dotados de discernimiento histórico y, no lo quiera Dios, de honestidad humana. Porque de otro modo, en el caso presente, el drama verdadero sería otro: el de quien busca cargar sobre un Papa, extremamente conciente del propio deber y de la realidad histórica, y además un Amigo, imparcial, sí, pero muy fiel del pueblo germánico, los horribles crímenes del Nazismo alemán. Pío XII tendrá igualmente el mérito de haber sido un “Vicario” de Cristo, que ha tratado de cumplir con valentía e integridad, como podía, su misión; ¿pero se podrá adscribir a mérito de la cultura y del arte una semejanza injusticia teatral?».
Como Papa, Montini volvió a hablar en numerosas ocasiones de Pacelli, de quien defendió la labor de paz y la «venerable memoria» el 5 de enero de 1964, despidiéndose en Jerusalén del presidente israelí, mientras en el sagrario dedicado a las víctimas de la persecución nazi el cardenal decano Eugène Tisserant encendía seis velas en recuerdo de los millones de hebreos exterminados. Cuando «Pablo puso pie en tierra israelí, aquella que fue la etapa más significativa y “revolucionaria” de su misión palestina, todos lo advirtieron» – recordó Giovanni Spadolini en «il Resto del Carlino» del 18 de febrero de 1965, luego de las primeras representaciones en Roma del drama de Hochhuth y las consiguientes encendidas polémicas – «a las que el Pontífice pretendía responder, desde el corazón mismo del ardor nacional hebreo, a los sistemáticos ataques del mundo comunista que incluso en el corazón de algunos católicos encontraban complicidad y condescendencia». Para el historiador laico era clarísimo el rol de la propaganda comunista en la mitificación negativa de Pacelli, con la conciencia de que en la representación pública de las décadas sucesivas casi había desaparecido, para dejar el puesto a una instrumental y denigratoria asociación de la figura de Pío XII con la tragedia de la Shoah, frente a la cual supuestamente habría callado o de la que habría sido incluso cómplice.
La cuestión del silencio del Papa de esta manera se hizo preponderante, convirtiéndose frecuentemente en polémica encendida, provocando reacciones defensivas frecuentemente exclusivamente apologéticas, y haciendo más difícil la solución de un real problema histórica. En efecto, de los católicos mismos procedían sospechas y acusaciones por los silencios y la aparente indiferencia de Pío XII frente a las incipientes tragedias y horrores de la guerra: es el caso de Emmanuel Mounier ya en 1939, en las primeras semanas de pontificado y, más tarde, de exponentes polacos en el exilio. El mismo Pacelli muchas veces se interrogó acerca de su comportamiento, el cual se fundamentó en una decisión consciente y sufrida de buscar la salvación del mayor número posible de vidas humanas, antes que denunciar continuamente el mal con el riesgo real de horrores incluso más grandes. Como subrayó entonces Pablo VI, según el cual Pío XII actuó «según cuanto las circunstancias, medidas por él con intensa y concienzuda reflexión, se lo permitieron», al punto de que no se puede «imputar como maldad, desinterés, o egoísmo del Papa, el que desastres sin número y sin medida devastaran a la humanidad. Quien sostuviese lo contrario, ofendería la verdad y la justicia» (12 de marzo de 1964); Pacelli, en efecto, estuvo «del todo ajeno a comportamientos de consciente omisión de cualquier posible intervención cada vez que estuvieran en peligro los valores supremos de la vida y de la libertad del hombre; más aún, osó siempre intentar, en circunstancias concretas y difíciles, cuanto estaba a su alcance para evitar todo gesto deshumano e injusto» (10 de marzo de 1974).
De esta manera, la interminable guerra sobre el silencio del Papa Pacelli terminó oscureciendo la objetiva relevancia de un pontificado importante, e incluso decisivo en el paso de la última tragedia bélica mundial, pasando por la guerra fría y las dificultades de la reconstrucción, a una nueva época, en cierto modo advertida en el anuncio de la muerte del pontífice que dio el Cardenal Montini a su diócesis el 10 de octubre de 1958: «con él termina una era, se cumple una parte de la historia. El reloj del mundo marca una hora cumplida». Una era que comprende los años tenebrosos y dolorosos de la guerra junto a aquellos duros de la postguerra, cuyos rasgos reales se quiso olvidar, junto con el Papa que la había afrontado, inerme. Y pronto se olvidó también su gobierno, atento y eficaz, de un catolicismo que se hacía cada vez más mundial, y su enseñanza imponente e innovadora, que en muchísimos aspectos había preparado el Concilio Vaticano II, del cual, en parte, se retomó el proceso de acercamiento a la modernidad y a su comprensión. Además, a este nudo historiográfico de por sí bastante intrincado – a cuya solución quiso contribuir Pablo VI disponiendo la publicación de los archivos vaticanos de miles de Actas y documentos de la Santa Sede relativos a la segunda guerra mundial, en doce volúmenes a partir de 1965 – se unió el de la causa de canonización. El inicio de ésta, junto a la de Juan XXIII fue anunciado precisamente ese año por Montini durante el Concilio, con el objeto de hacer contrapeso a la contraposición entre dos predecesores y, por ello, al uso instrumentalizado de sus figuras, convertidas casi en símbolos y banderas de tendencias opuestas al catolicismo.
A medio siglo de la muerte de Pío XII (9 de octubre de 1958) y a setenta años de su elección (2 de marzo de 1939), parece, sin embargo, que se está formando un nuevo consenso historiográfico sobre la relevancia de la figura y del pontificado de Eugenio Pacelli, el último Papa romano. A este reconocimiento ha querido contribuir el Osservatore Romano, publicando una serie de textos y contribuciones históricas y teológicas, hebreas y católicas, que reelaboran y recogen juntas las intervenciones de Benedicto XVI y de su Secretario de Estado, el Cardenal Tarcisio Bertone. Reflexionando sobre el caso Pío XII, Paolo Mieli muestra la inconsistencia de la «leyenda negra» y se declara convencido de que los historiadores reconocerán la importancia y la grandeza de Pacelli. Andrea Riccardi sintetiza la formación y la carrera del futuro Papa y reconstruye el significado de su pontificado. La sensibilidad de la enseñanza teológica de Pío XII frente a la modernidad y a su incidencia en el catolicismo sucesivo son puestas a la luz por Rino Fisichella. Y en los discursos del Papa, Gianfranco Ravasi pone en relieve su mundo cultural. Póstuma, la atormentada evocación de Saúl Israel – escrita durante la devastadora tempestad por la que atravesó el pueblo hebreo, al frágil reparo de un convento romano – expresa la realidad más profunda de la cercanía y de la amistad entre hebreos y cristianos, pero sobre todo la fe en el único Señor que bendice y custodia a todos, «bajo las dos alas donde la vida no ha tenido inicio y no tendrá fin». (Giovanni Maria Vian) (Agencia Fides 9/6/2009)


Compartir: