Ciudad del Vaticano (Agencia Fides) - “Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará la fe sobre la tierra?” (Lc 18, 8). Cuantas veces el Señor Jesús ha recordado en el Evangelio la importancia de la fe. Si la fe desaparece, el Señor ya no puede obrar milagros, ya no puede inundar de gracia el corazón de los fieles, ya no puede vencer al mal… Sin la fe el Evangelio no se difunde, porque viene a faltar el aliento del Espíritu, sofocado, justamente, por la incredulidad. Cuando la incredulidad toma el lugar de la fe, en el corazón de un cristiano ocurre lo que le pasó al apóstol Tomás: ya no percibe el rayo de su luz, su influjo salvador. Sólo si se sigue a Jesús se ve claro,, porque no se camina en las tinieblas (cf. Jn 8, 12). Los discípulos de Emaús, como Tomás, tuvieron que hacer un camino de “conversión”, es decir, de “regreso a Jesús” mediante la fe.
“Quédate con nosotros porque atardece y el día ya declina” (Lc 24, 29). Sí, cuando la fe desaparece, todo se hace oscuro. Conforme uno se va alejando de Jesús prevalece la oscuridad, las sombras asumen el dominio y la misma presencia de Jesús, en nuestra vida, se hace como un fantasma. Nuestro lenguaje se asemeja al de los discípulos de Emaús: “nosotros esperábamos…” (Lc 24, 21).
Quien tiene fe, en cambio, quien renueva día a día, varias veces en el mismo día, el acto de fe en Jesús, vive en el presente de Cristo, se coloca dentro de su historia, que es perenne y siempre actual. El verdadero creyente no habla de Jesús, como si fuese solamente una hermosa experiencia pasada, sino que parla de Él al presente y ve el futuro en las manos de la Divina Providencia.
Quien vive la fe en Jesús vivo está en capacidad de exclamar en su corazón la estupenda palabra del Evangelio: “¡Es el Señor!” (Jn 21, 7). Es la exclamación del apóstol predilecto, el que ante el sepulcro vacío cree (Jn 20, 9) y así reconoce a Jesús cuando se manifiesta en el lago Tiberiades, después de una noche de pesca sin resultado para los apóstoles (cf. Jn 21, 3). El acto de fe es como el salto de Pedro en el mar, para alcanzar a Jesús. La verdadera fe es este lanzarse hacia Jesús, atraídos por su presencia viva.
La fe viva no solamente nos hace reconocer la presencia de Jesús en medio a nosotros, sino tiene el poder de “atraerla”, de “intensificarla”: “donde estén dos o tres reunidos en mi nombre, ahí estoy yo en medio a ellos” (Mt 18, 20). Estar reunidos en el Nombre de Jesús significa creer en Él.
Por eso el diablo quiere devorar esta fe del corazón de los discípulos. Si la fe desaparece, desaparece también la gracia. El príncipe de este mundo, nos narra el Evangelio, ha entrado particularmente en escena, no sólo en el momento de las tentaciones de Cristo, durante los cuarenta días en el desierto, sino también en la semana de la pasión, cuando: Judas traiciona a Jesús; los Sumos Sacerdote, los escribas, los fariseos y la multitud se lanzan contra el Señor hasta pedir su muerte, mientras Pilato se lava las manos; los romanos son instigados a la violencia contra ese Hombre, que no le había hecho mal a nadie…
En medio a este escenario tenebroso, la fe de la Virgen no disminuye: es como un faro que ilumina la noche, que baja al mundo cuando Jesús muere. Quien permanece junto a María no pierde la fe, como Juan, único entre loso apóstoles que permaneció al pie de la Cruz.
Pedro, habiendo experimentado la noche de la fe, de la tentación y de la negación, escribirá a los fieles, como primer Papa: “Sed sobrios y velad. Pues vuestro enemigo, el diablo, anda como león rugiente buscando a quien devorar. Resistidle firmes en la fe” (1Pe 5, 8-9). Si la fe es el don más grande, es evidente que el más grande peligro es perderla. Por esto el Señor ha querido anclar la fe de la Iglesia a una roca: a “Pedro” (cf. Mt 16, 18). La fe de Pedro, es decir de cada Papa, no puede nunca venir a menos, el Señor mismo, en efecto, la ha garantizado: “yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca. Y tú, cuando hayas vuelto, confirma a tus hermanos” (Lc 22, 32). Todo católico debería ciertamente saber que si quiere permanecer en la verdadera fe debe seguir a Pedro, es decir al Papa, el primero de los Pastores, Pastor de los Pastores de la Iglesia.
El Santo Padre Benedicto XVI, el Pedro de nuestros días, nos guía e ilumina, debemos dar gracias por ello al Cielo, porque cuando habla Pedro es la fuerza de Cristo que se hace sentir para confirmar nuestra fe: “En nuestro tiempo, en el que en amplias zonas de la tierra la fe está en peligro de apagarse como una llama que no encuentra ya su alimento, la prioridad que está por encima de todas es hacer presente a Dios en este mundo y abrir a los hombres el acceso a Dios… El auténtico problema en este momento actual de la historia es que Dios desaparece del horizonte de los hombres y, con el apagarse de la luz que proviene de Dios, la humanidad se ve afectada por la falta de orientación, cuyos efectos destructivos se ponen cada vez más de manifiesto” (Benedicto XVI, de la Carta a los Obispos sobre la remisión de la excomunión, 10 de marzo de 2009).
La conversión que la Cuaresma nos exige es, ante todo, una conversión de nuestra frágil fe, el paso de la incredulidad a la confianza total en Jesús. Él, como a Tomás, nos sigue repitiendo a cada uno de nosotros: “no seas incrédulo sino creyente” (Jn 20, 27). (Agencia Fides 1/4/2009; líneas 58, palabras 982)