Ciudad del Vaticano (Agencia Fides) – El tiempo fuerte de la Cuaresma evoca la experiencia de Jesús, en la que “el Espíritu le empuja al desierto, y allí permaneció cuarenta días, siendo tentado por Satanás” (Mc 1,12).
Allí se retiró para prepararse para la misión pública. Durante ese tiempo, Jesús fue asaltado por la prueba de las tentaciones, cuando Satanás se le presentó, buscando distraerlo de su misión, aquella de salvar al género humano mediante la Cruz.
La tentación es parte de la vida, no existe camino auténtico hacia la santidad, es decir hacia la imitación de Cristo, que no esté sujeto a las tentaciones, a la prueba, a la noche de la fe...
Precisamente mirando a Jesús, y a cómo Él enfrentó las tentaciones del Maligno, el cristiano encuentra el camino para superarlas y vencerlas.
Es célebre el comentario de San Agustín al salmo 60, que leímos en el Oficio de Lectura del I Domingo de Cuaresma, a propósito de las tentaciones: “Nuestra vida en medio de esta peregrinación no puede estar sin tentaciones, ya que nuestro progreso se realiza precisamente a través de la tentación, y nadie se conoce a sí mismo si no es tentado, ni puede ser coronado si no ha vencido, ni vencer si no ha combatido, ni combatir si carece de enemigo y de tentaciones... Nos acaban de leer que Jesucristo, nuestro Señor, se dejó tentar por el diablo. ¡Nada menos que Cristo tentado por el diablo! Pero en Cristo estabas siendo tentado tú, porque Cristo tenía de ti la carne, y de él procedía para ti la salvación; de ti procedía la muerte para él, y de él para ti la vida; de ti para él los ultrajes, y de él para ti los honores; en definitiva, de ti para él la tentación, y de él para ti la victoria. Si hemos sido tentados en él, también en él vencemos al diablo. ¿Te fijas en que Cristo fue tentado, y no te fijas en que venció? Reconócete a ti mismo tentado en él, y reconócete también vencedor en él. Podía haber evitado al diablo; pero, si no hubiese sido tentado, no te habría aleccionado para la victoria cuando tú fueras tentado”.
El secreto de una vida auténticamente cristiana consiste precisamente en vivir “en Cristo”, es decir, en estrecha comunión con Él, a través de la oración, los sacramentos, la caridad fraterna. Todo ello que une a Jesús me sitúa por encima de la tentación, que busca precisamente alejarme de Él. En efecto, cada toda tentación se reconoce por el hecho de que es un intento para alejarme del Evangelio vivido, de la Palabra de Dios que llama a la comunión íntima con Jesús. Por ello, si se quiere vencer, ¡se debe permanecer con Jesús! San Agustín afirma claramente: “si somos en Él tentado, también en Él venceremos”. El secreto para vencer las tentaciones, para usperar todo género de pruebas, está en esto: “permanecer en Jesús”. El Señor lo dice claramente: “Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada. Si alguno no permanece en mí, es arrojado fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen, los echan al fuego y arden” (Jn 15,5-6). La tentación es como un fuego, si la sigues puedes quedar atrapado en ella y “arder”. He aquí porqué en el Padre Nuestro pedimos a Dios, según la enseñanza de Jesús, “no nos dejes caer en tentación” (Mt 6,13), le pedimos que nos ayude a no entrar en la tentación y a salir si hemos caído en ella. La oración es fundamental para reconocer y superar las tentaciones, pero si el hombre no hace la “experiencia del desierto” en su interioridad, si no se pone solo delante de Dios, si no entra en su propia intimidad, le será muy difícil, si no imposible, orar. Para orar verdaderamente hay que ponerse en presencia de Dios, y a Dios no lo encontramos en el ruido, sino en el silencio, no lo encontramos en la exaltación, sino en la humillación del yo que, día a día, debe ir marcha atrás, no hacia la grandeza, sino hacia la pequeñez. Dios, en efecto, se revela a los pequeños, busca la fe de los sencillos, no se deja impresionar por las grandes obras, como nos sucede a nosotros. Él escruta el corazón del hombre y se complace en su humildad. Cuando Dios encuentra un corazón verdaderamente humilde, entonces realiza en él las maravillas de su gracia, cumpliéndose así la promesa de Jesús: “si os convertís y os hacéis como niños, entraréis en el Reino de los Cielos” (Mt 18,3). Un corazón que se vuelva cada vez más humilde ¡atrae el Cielo sobre la tierra! Un alma así, según la hermosa expresión de San Antonio Abad, “respira Cristo” y no teme a los demonios: “Conocéis las insidias de los demonios, sabéis cuán feroces son y al mismo tiempo débiles. No les temáis, pues; respirad a Cristo y tened fe en Él. Vivid como si debierais morir cada día, vigilad sobre vosotros mismos y recordad las exhortaciones que habéis escuchado de mí. Buscad, también vosotros, uniros primeramente al Señor, y luego a los santos, para que al morir os acojan en las moradas eternas como amigos y familiares. Pensad en ello y comprendedlo” (De la vida de S. Antonio Abad, escrita por S. Atanasio).
“Quedarse con Jesús” significa “respirar a Jesús”. En una expresión como esta se contiene toda la belleza de esta verdad de fe: ¡Jesús está también en nosotros!
No tengo que buscarlo exclusivamente fuera de mí, sino que, como Agustín, debo encontrarlo dentro de mí: “¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y ves que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo mas yo no lo estaba contigo. reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no serían. Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y fugaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y respiré, y suspiro por ti; gusté de ti, y siento hambre y sed; me tocaste, y abraséme en tu paz” (Confesiones, X, 27, 38). (Agencia Fides 4/3/2009; líneas 66, palabras 1061)