Ciudad del Vaticano “Agencia Fides – “En aquel tiempo, Juan se encontraba de nuevo allí con dos de sus discípulos. Fijándose en Jesús que pasaba, dice: «He ahí el Cordero de Dios.» Los dos discípulos le oyeron hablar así y siguieron a Jesús” (Jn 1,35-37). En diversas partes del Evangelio, en momentos cruciales de la vida de Jesús y de la “naciente” Iglesia, aparece la figura de Juan el Bautista. Él es su Precursor, desde el inicio, desde que en el vientre de su madre Isabel salta de gozo por la presencia del Mesías en la visita de la Virgen María (cf. Lc 1,44).
El Bautista lo indicará, luego del Bautismo, a sus discípulos en el río Jordán, cuando los cielos se abren y desciende sobre Él el Espíritu Santo, bajo la forma de una paloma (cf. Mc 1,10). Los presentará con aquella exclamación que, todavía hoy, resuena en las iglesias de todo el mundo cuando, durante la Santa Misa, el sacerdote presenta a los fieles la Santísima Eucaristía, diciendo: “Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”.
Estas son las palabras del Precursor, que continúa en los siglos su extraordinaria misión: ¡preparar a las almas para el Encuentro con Jesús, el Esposo! En efecto, Él dice de sí mismo ser “el amigo del novio, el que asiste y le oye, se alegra mucho con la voz del novio” (Jn 3,29). Esta alegre aclamación exaltó el corazón de los dos primeros discípulos de Jesús, que habían sido antes discípulos de Juan: “le oyeron hablar así” (Jn 1,37) y encontraron la fuerza para seguir a Jesús.
Eran los primeros pasos en el seguimiento del Maestro divino, a los que luego seguirían muchos otros. Los pasos iniciales son siempre decisivos en toda historia vocacional. Andrés y Juan, sin ese “empujón”, no hubieran salido de su ambiente, no habrían tenido la experiencia maravillosa, durante los años, de la intimidad con Jesús, que es el único y verdadero fin de todo llamado a seguirlo. Fue el amor del Bautista por Jesús lo que los lanzó por el camino de la santidad. Hay siempre alguna persona especial, frecuentemente un sacerdote, al inicio del llamado vocacional.
Gracias a ese amor Jesús pudo tener a sus primeros discípulos. “¿Qué buscáis?” Fueron las primeras palabras que Él les dirigió al ver que los seguían. La respuesta no se hizo esperar, pero era un poco “torpe”: “Maestro, ¿dónde vives? De esta manera Jesús podría siempre atraerlos hacia sí: “Venid y lo veréis” (cf. Jn1,38-39)
En el origen de dicho camino vocacional, está el amor del Bautista por Jesús, También ellos aprendieron de ese día a “fijar” su mirada en Jesús. Aprendieron a amarlo con todo el corazón. Cuando se ama a una persona se fijan tiernamente los ojos en ella: como una madre que mira a su propio hijo, sólo ella sabe hacerlo; como un esposo fija los ojos en su esposa, ¡sólo él la mira de ese modo!
Enamorarse de Jesús es, en el fondo, el llamado de cada uno. A esta vocación deben corresponder ante todo aquellos que “representan a Jesús”, es decir los sacerdotes. Es el sacerdote, en efecto, quien debe ser el primero en presentar a Jesús a los demás; no sólo en la Santa Misa, cuando muestra a todos el Cuerpo y la Sangre de Cristo luego de la consagración, no sólo en la predicación, cuando Jesús es anunciado, sino que lo debe presentar también con su propia vida. Se sigue a Jesús verdaderamente, sólo si se lo ama.
Frecuentemente, en el origen del llamado para seguir a Jesús, encontramos el ejemplo de alguno que posó con amor su mirada sobre él, de un corazón que se fijó en Jesús, de una palabra fascinante que brotó de la abundancia de un amor sincero hacia Él. Dichosos aquellos que saben hablar así y dichosos quienes saben escuchar.
Sin esto, no hay verdadera pastoral vocacional, no existe auténtica evangelización, pues el Señor se ha unido a nuestro amor. Él quiere tener necesidad de nosotros para poder realizar su plan de salvación, ha querido la colaboración humana con su gracia. Colaboración que consiste en amarlo con todo el corazón, con toda la mente y las fuerzas, y al prójimo, precisamente, con este amor.
Lo vemos de manera ejemplar en la vocación de la Beata Virgen María: sólo con su “he aquí la sierva del Señor” podía realizarse la encarnación del Verbo de Dios. Y así se ha convertido en nuestra Madre en el orden de la gracia. El título de “Madre de la humanidad” no es simplemente un título honorífico, sino que expresa una de las más hermosas verdades de nuestra fe cristiana: la donación incondicional de la humilde Sierva del Señor al Plan de Salvación, hizo posible nuestra entrega personal y comunitaria, ¡y también la de Juan Bautista!
Así podemos decir que aquellas palabras “Este es el Cordero de Dios”, antes que Juan, las había pronunciado ya la Virgen María, quién sabe cuántas veces, desde lo profundo de su Corazón. Aquel corazón inmaculado, en efecto, había recibido y custodiado en sí, antes que cualquiera, al Hijo de Dios para donarlo al mundo, como lo donó a Isabel, a Zacarías y al pequeño Juan Bautista. Ella continúa donándolo a cada uno de nosotros, enseñándonos a acogerlo como Ella: con toda humildad y amor, para poder ofrecerlo a los demás. (Agencia Fides 21/1/2009; líneas 60, palabras 905)