Ciudad del Vaticano (Agencia Fides) - Caminar en la “vía mariana”, es decir en la vía de la fe y de la humildad de María, nos lleva a descubrir, cada vez más, la maravillosa presencia del Señor Jesús que ha querido vivir en todo, excepto en el pecado, nuestra condición humana. Esta existencia Suya inició en el vientre de una mamá, la más santa de todas las mamás, la Virgen María, que Lo ha generado y Lo ha seguido como discípula, fortalecida con una fe robusta y auténtica.
La Iglesia, a lo largo de los siglos, se ha unido a la alabanza que Isabel hizo a María en la Visitación y la ha renovado continuamente: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno;y ¿de dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí?… ¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!” (Lc 1, 42 ss).
La concepción de Jesús por obra del Espíritu Santo y Su nacimiento en Belén de la humilde Virgen Madre, son obras maestras de la gracia de Dios que se derrama sobre toda la humanidad y que aparece ante nuestros ojos el día de la Navidad. Un Nacimiento extraordinario que ha marcado un cambio radical en la historia del hombre. Los Ángeles del Cielo anunciaron así a los pastores de Belén ese grandioso acontecimiento: “os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo:
os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor;
y esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre” (Lc 2, 10-12). Los “pañales” siguen envolviendo al Señor Jesús también en nuestro tiempo, porque Él ama velarse detrás de las cosas humildes y ama revelarse a los pequeños, los únicos capaces de reconocerLo detrás de los humildes despojos de los que se reviste: ¡pensemos en el misterio de la Santísima Eucaristía!
Justamente en el más grande Sacramento, que nos asimila a Jesús, Él está envuelto en “pañales” y sólo la fe de los simples, de aquellos que caminan por la “vía mariana”, es capaz de creerLo realmente presente con Su Cuerpo, Su Sangre, Su Alma y Su Divinidad. En cada Santa Misa celebrada, el Misterio del Santo Nacimiento se hace presente de nuevo y los Ángeles nos invitan a adorar, en el Pan de vida, al Señor Jesús, que ha escogido a pobres hombres, consagrados por Él sacerdotes, para perpetuarse sobre los Altares de todo el mundo.
Sí, la vía de la pequeñez, que parte de Nazaret y se manifiesta en Belén, es la vía por excelencia de la Madre y sigue siendo recorrida por muchos de sus hijos, discípulos de aquellas bienaventuranzas de Jesús que, no por casualidad, inician con los “pobres de espíritu” y terminan con los “perseguidos por la justicia” (cf. Mt 5, 3-11). Las bienaventuranzas las encontramos vividas en modo espléndido por la Virgen María que, caminando primera por la vía de la pequeñez y del abandono total en Dios, nos ha indicado a todos nosotros como llegar infaliblemente al Señor Jesús, sin perdernos a lo largo del camino. Quien reza el Rosario, oración mariana por excelencia, con corazón simple y confiado, experimenta la mansedumbre y la claridad de este camino porque, de misterio en misterio, es guiado de la mano por la Virgen Madre que, con su intercesión potente, no permite que ha nadie le falte su apoyo y su guía.
En una de las tantas Catequesis dedicadas a la Virgen María, el Siervo de Dios Juan Pablo II se expresaba así a propósito de la oración del Rosario y del culto mariano en general: “en la devoción mariana ha adquirido un puesto de relieve el rosario, que a través de la repetición del ‘Ave María’ lleva a contemplar los misterios de la fe. También esta plegaria sencilla, que alimenta el amor del pueblo cristiano a la Madre de Dios, orienta más claramente la plegaria mariana a su fin: la glorificación de Cristo. El Papa Pablo VI, como sus predecesores, especialmente León XIII, Pío XII y Juan XXIII, tuvo en gran consideración el rezo del rosario y recomendó su difusión en las familias. Además, en la exhortación apostólica Marialis cultus, ilustró su doctrina, recordando que se trata de una ‘oración evangélica, centrada en el misterio de la Encarnación redentora’, y reafirmando su ‘orientación claramente cristológica’ (n. 46)… Como la liturgia y la piedad cristiana demuestran, la Iglesia ha tenido siempre en gran estima el culto a María, considerándolo indisolublemente vinculado a la fe en Cristo. En efecto, halla su fundamento en el designio del Padre, en la voluntad del Salvador y en la acción inspiradora del Paráclito. La Virgen, habiendo recibido de Cristo la salvación y la gracia, está llamada a desempeñar un papel relevante en la redención de la humanidad. Con la devoción mariana los cristianos reconocen el valor de la presencia de María en el camino hacia la salvación, acudiendo a ella para obtener todo tipo de gracias. Sobre todo, saben que pueden contar con su maternal intercesión para recibir del Señor cuanto necesitan para el desarrollo de la vida divina y a fin de alcanzar la salvación eterna” (Juan Pablo II, Audiencia General del 5 de noviembre de 1997).
Ir hacia Jesús, guiados por María, es la síntesis de la Navidad y de todo el cristianismo. No es posible, en efecto, separar al Hijo de la Madre: quien encuentra al Niño encuentra a la Madre y quien encuentra a la Madre encuentra al Hijo de Dios. Como la Iglesia nos enseña, “el culto a María está indisolublemente ligado a la fe en Cristo”, de manera tal que nuestra devoción a María Santísima reafirma nuestra fe en Jesús. Detenerse en oración frente a la Santísima Eucaristía, con el Rosario en la mano, mientras se recorren las perlas de la corona con la recitación del Ave María, es una de las más bellas expresiones de ese dirigirse al Rey llevados de la mano de la Reina, de ese adorar a Jesús con la fe de María. ¡Es la vía mariana que nos hace descubrir toda la belleza de pertenecer a Jesús! Recorramos este camino con el Rosario en la mano, todos los días de este nuevo año. (Agencia Fides 14/1/2009; líneas 65, palabras 1054)