Ciudad del Vaticano (Agencia Fides) – También este año ha comenzado bajo el signo de la Virgen María, la gran Madre de Dios que hemos festejado el 1 de enero, recordando su maternidad divina. Qué necesidad tenemos de que esta Madre esté a nuestro lado, cada día de nuestra vida, para experimentar en mil modos concretos su protección, su ayuda, su gracia que todo cubre y penetra con su calor maternal, si es acogida.
Para acoger la mansa y silenciosa presencia de María, para gustar en nuestro corazón su típica gracia, es necesario hacerse niños. En efecto, únicamente un corazón de niño sabe comprender este amor maternal y es capaz de extender los brazos para acogerlo, ya que éste se derrama en cada una de las personas que lo busca y lo invoca, como saben hacer particularmente los pequeños.
En los santuarios marianos de todo el mundo, no es ciertamente una casualidad que lleguen tantos fieles que, con humildad y confianza, se dirigen a la Madre celestial, le abren el corazón y regresan a casa “cambiados”. Este encuentro con la Virgen, que prepara mejor el encuentro con el Hijo, es algo real, profundo, natural… se realiza en la esfera más íntima del hombre, precisamente allí donde mora en nosotros el “niño de los orígenes”. Todo hombre, justamente en cuanto creado a imagen y semejanza de Dios, lleva dentro de sí, indeleble, el toque de una Inocencia original, de una Infancia espiritual, con una capacidad de pureza, de verdad, de amor, de paz… que, si es seguida, permite gustar la felicidad.
En el bautismo hemos nacido como hijos de la luz, pero nuestra libertad puede hacernos hijos de las tinieblas, si la usamos mal, viviendo sin Dios. A pesar del pecado, que se insinúa en el corazón del hombre desde sus primeras opciones equivocadas, permanece constante, sin poder ser suprimida, la nostalgia de la Inocencia Original, del regreso al estado interior de niños, donde la verdad amada y vivida constituye la esencia de todas las cosas.
¡Ay de quien sofoque en el alma este anhelo sobrenatural de verdad que viene de Jesús, para seguir alguna miserable mentira, que viene del diablo, como la de creer que uno es autosuficiente! Si esto ocurre nos deformamos.
El hombre, querido “deiforme”, creado para llegar a ser cada vez más semejante a Dios en la comunión con Cristo, con el falso uso de la libertad se conforma al mundo, a las cosas de acá abajo, perdiendo progresivamente el deseo de las cosas de Dios, con el riesgo, real, de perderlo para siempre. ¡Qué tragedia inmensa es esta! Por esto la Virgen nos viene a visitar. Ella viene porque el hombre se aleja del camino de la salvación.
La vía que nos lleva a Dios es justamente aquella que ha llevado Dios a nosotros. Esta es la “vía mariana”, escogida por Dios para venir al mundo, necesaria por lo tanto para regresar a Él, como lo ha descrito magistralmente San Luis Grignion de Montfort en su célebre “Tratado de la Verdadera Devoción a María”.
La vía mariana es fundamentalmente la vía de la humildad recorrida por la Virgen, que ha dicho de sí misma en la Anunciación: “he aquí la sierva del Señor” (Lc 1, 38). Hubiese podido decir “soy la Madre del Señor”, después que el Ángel le había anunciado la maternidad divina, pero dijo “soy la sierva”. Sí, la Virgen nos enseña, con su humildad radical, a permanecer ante Dios y los hombres como siervos. ¡Qué título estupendo el de “siervo”! No es por casualidad que el Papa se enorgullece de este título: “siervo de los siervos de Dios”. Un siervo no solamente no posee nada, sino que es verdaderamente tal a los ojos de Dios si no se posee a sí mismo y vive como “expropiado”. Esta es la “vía mariana”: aprender de María el arte más difícil, la de vaciarse de sí, de “empequeñecerse” para dejar crecer la vida divina en nosotros. Esta es la vía luminosa recorrida por los santos.
Para reconocer esta gran luz de Cristo, como nos enseña el Santo Padre hablándonos del misterio de la Navidad, es necesario justamente la humildad: “Esta es la Navidad… el día santo en el que brilla la ‘gran luz’ de Cristo portadora de paz. Ciertamente, para reconocerla, para acogerla, se necesita fe, se necesita humildad. La humildad de María, que ha creído en la palabra del Señor, y que fue la primera que, inclinada ante el pesebre, adoró el Fruto de su vientre; la humildad de José, hombre justo, que tuvo la valentía de la fe y prefirió obedecer a Dios antes que proteger su propia reputación; la humildad de los pastores, de los pobres y anónimos pastores, que acogieron el anuncio del mensajero celestial y se apresuraron a ir a la gruta, donde encontraron al niño recién nacido y, llenos de asombro, lo adoraron alabando a Dios (cf. Lc 2,15-20). Los pequeños, los pobres en espíritu: éstos son los protagonistas de la Navidad, tanto ayer como hoy; los protagonistas de siempre de la historia de Dios, los constructores incansables de su Reino de justicia, de amor y de paz” (Benedicto XVI, Mensaje Urbi et Orbi de Navidad 2007). (Agencia Fides 7/1/2008; líneas 57, palabras 866)