Ciudad del Vaticano (Agencia Fides) En el relato del Resucitado con los discípulos de Emaús (cf. Lc 24,13-35), llama particularmente la atención la gran humanidad que se trasluce. El encuentro, como lo narra el Evangelio de Lucas, se desarrolla a lo largo de la vía que lleva de Jerusalén a Emaús. El Santo Padre Benedicto XVI, comentando el pasaje evangélico, recordó que esta localidad “no ha sido identificada con certeza... y esto no deja de ser sugestivo, ya que nos permite pensar como Emaús representa en realidad todos los lugares: el camino por el que nos conduce es el de todo cristiano, es más, el de todo hombre” (Benedicto XVI, 6 de abril 2008).
Los corazones desconsolados y tristes de los dos discípulos de Emaús nos hacen pensar en las dificultades que se pueden encontrar en el camino de la fe de todo cristiano. El Papa lo subraya haciendo notar la fuerza de la expresión “nosotros esperábamos”, pronunciada por los dos discípulos cuando se les acerca el misterioso caminante, el cual, solo al final se revelará como Jesús Resucitado.
“Este verbo, en pasado, dice todo: Hemos creído, hemos seguido, hemos esperado... pero ahora se ha acabado todo. Hasta Jesús de Nazaret, que era un profeta poderoso en obras y en palabra ha fracasado y estamos desilusionados. Este drama de los discípulos de Emaús parece un espejo de la situación de muchos cristianos de nuestra época. Parece que la esperanza de la fe haya fracasado. La misma fe está en crisis por las experiencias negativas que hacen que nos sintamos abandonados por el Señor. Pero este camino hacia Emaús por el que vamos, puede convertirse en camino de purificación y de maduración de nuestro creer en Dios”. (Benedicto XVI, 6 de abril de 2008).
Como el Santo Padre enseña, los dos discípulos creían que Jesús había fracasado. Habían abandonado toda esperanza de que Él pudiera edificar el Reino, venciendo al mundo, como había prometido. Para ellos Jesús no podía ya vencer porque había sido vencido por la muerte. La esperanza y la fe se habían apagado en sus corazones.
Cuantas veces en la vida de los cristianos sucede lo mismo: basta una mínima cosa y la fe se debilita, mostrándose más frágil de lo que se pensaba. Cuantas veces, por ejemplo, el pensamiento se remite al pasado, reciente o remoto, donde se ha vivido algo hermoso con Dios o por Dios mientras se experimenta en el corazón, a través del recuerdo, esa típica nostalgia impregnada de tristeza, debida a un presente que ya no espera revivir la belleza de la relación con Dios. Así, en vez de afirmar “será nuevamente hermoso” nos quedamos en el recuerdo de lo que “fue hermoso”, como diciendo “de todas formas no volverá a ser”.
Cuantos caminos similares a los de Emaús nos reserva la existencia cristiana, pero precisamente este Evangelio nos debe consolar: siempre el Señor va a ser nuestro compañero de viaje, como nos recuerda el Sumo Pontífice: “para volver a encender en nuestros corazones el calor de la fe y de la esperanza y partir el pan de la vida eterna (...) Así el encuentro con Cristo resucitado, que también hoy es posible, nos da una fe más profunda y auténtica, templada, (...) pasando por el fuego de la Pascua: una fe robusta porque se nutre no de ideas humanas, sino de la Palabra de Dios y de su presencia real en la Eucaristía” (Benedicto XVI, 6 de abril de 2008).
Incluso si durante un momento en el camino no somos capaces de reconocerlo, lo importante es creer que Jesús estará siempre con nosotros, como nos lo ha prometido (cf. Mt 28,20) y que nos estará acompañando a lo largo del camino, a través de las pruebas. Más adelante, cuando la prueba habrá logrado su objetivo, que es el de una fe más pura y profunda en Dios, seremos capaces de reconocerlo. En un determinado momento, gracias al dolor de la prueba purificadora y a la ayuda de la gracia, el corazón y la mente serán lo suficientemente abiertos y Él podrá darse a conocer en distintas maneras y comprenderemos que precisamente Él es: ¡“el Señor”!
Hoy el Santo Padre, nos vuelve a dirigir la misma exhortación de Simón Pedro a la primera comunidad cristiana: “En lo cual os regocijáis grandemente, aunque ahora, por un poco de tiempo si es necesario, seáis afligidos con diversas pruebas, para que la prueba de vuestra fe, más preciosa que el oro que perece, aunque probado por fuego, sea hallada que resulta en alabanza, gloria y honor en la revelación de Jesucristo” (1Pt 1,7).
En un tiempo como el nuestro, donde la fe es desafiada continuamente por una cultura de la duda y de la autosuficiencia, dejémonos guiar por el Seños Jesús que, a través de la mano firme de Su Vicario en la tierra, indica “la meta de nuestra fe, es decir la salvación de nuestras almas” (1 Pe 1,9)
En los momentos de prueba, no falte nunca la invocación confiada a la Virgen María: “en los peligros, en las angustias, en las incertidumbres, piensa en María, invoca a María. Ella no se aleje nunca de tus labios, no se aleje nunca de tu corazón; y para que tu obtengas el auxilio de su oración, no te olvides nunca el ejemplo de su vida. Si tú la sigues, no puedes desviarte; si le rezas, no puedes desesperarte; si piensas en ella, no puedes equivocarte. Si Ella te sostiene, no caes; si Ella te protege, no tienes qué temer; si Ella te guía, no te cansas; si Ella te es propicia, llegarás a la meta…” (San Bernardo). (Agencia Fides 9/4/2008; líneas 56, palabras 947)