Ciudad del Vaticano (Agencia Fides) - El pasaje evangélico de la Samaritana, del III Domingo de Cuaresma del Ciclo A, es de una riqueza extraordinaria. Cada vez que uno lo lee se queda apasionado por el intenso diálogo entre Jesús y esa mujer de Samaria. El Santo Padre Benedicto XVI, recordando la gran doctrina de San Agustín, a propósito del pedido de Cristo a la samaritana, “dame de beber”, afirmó: “sí, Dios tiene sed de nuestra fe y de nuestro amor. Como un padre bueno y misericordioso desea para nosotros todo el bien posible y este bien es Él mismo. La mujer de Samaria en cambio representa la insatisfacción existencial de quien no ha encontrado lo que busca: ha tenido ‘cinco maridos’ y ahora convive con otro hombre; su ir y venir del pozo para recoger agua expresa un vivir repetitivo y resignado. Todo cambió, sin embargo, para ella ese día, gracias al coloquio con el Señor Jesús…” (Benedicto XVI, Ángelus del 24 de febrero de 2008).
Reconocer que confiar en Dios significa recibir “todo el bien posible” que, como nos recuerda el Papa, es Dios mismo, significa vivir la dinámica de la conversión a Dios: renunciar a una mentalidad centrada en el ego, que engaña al hombre con su autosuficiencia, para acoger el don de Dios. El hombre, sin Dios, está destinado en modo inevitable a la insatisfacción, porque su mismo límite creatural lo delimita en todo, también en el “darse” o “procurarse” la alegría, el amor, la serenidad… El hombre sin Dios no puede engañarse de llegar a la alegría sin límites, al amor ilimitado y eterno, a aquella agua viva de la que, justamente, habla Jesús a la samaritana.
La felicidad, que es el otro nombre del agua viva, puede ser donada solamente por Quien la posee, y el hombre no la posee. Solo Dios la puede comunicar a quienes se confían a Él y Lo siguen.
El agua viva, don del Espíritu Santo, puede ser transmitida sólo por el Señor Jesús, que el Padre ha mandado al mundo para dar a los hombres la vida eterna, es decir la felicidad sin fin. Como nos lo recuerda el Papa, la “sed de infinito” “puede ser saciada solamente por el agua que Jesús ofrece, el agua viva del Espíritu” (Benedicto XVI, homilía del 24 de febrero de 2008).
El hombre puede donar a su semejante afecto, dinero, poder, gloria humana, honor, carrera… pero no le puede dar la felicidad sin fin que, siendo un bien ilimitado, pertenece a la esfera divina, infinita.
El agua viva surge sólo de la fuente divina. La samaritana iba a un pozo que seguramente era profundo, pero limitado, en cambio la sed que tenía de felicidad y de amor era ilimitada. Esta mujer, nos dice el Santo Padre, “representa la insatisfacción existencial de quien no ha encontrado aquello que busca”. Cuantas veces el hombre busca lo infinito, lo eterno, el bienestar… pero lamentablemente sigue buscándolo dentro a un pozo, dentro a una realidad, aquella terrena, que no puede contenerlo. ¡Cuántos pozos profundos, pero vacíos, cuántos pozos con agua estancada, hemos encontrado en nuestro camino! Llevamos dentro de nosotros deseos inmensos y nos engañamos fácilmente de poder realizarlos con nuestras fuerzas.
En el camino de la conversión, qué grande gracia es encontrar al Señor Jesús, que nos espera paciente cerca de nuestros pozos vacíos de sentido. Cuando, como la samaritana, estamos ya cansados de las cosas del mundo, de los pozos casi vacíos, entonces se hace particularmente presente el divino Maestro. Él nos pide de beber, nos pide la confianza de saciar nuestro corazón y si confiamos descubrimos la alegría de haber encontrado el verdadero pozo, la fuente de agua cristalina.
Entonces, como por encanto, como para la samaritana, todo aquello que antes era importante ahora ya no cuenta, la realidad verdadera se convierte en otra, se convierte en aquel Hombre-Dios, que pide para poder dar. El secreto de la felicidad consiste en invertir el proceso del egoísmo: olvidarnos de nosotros mismos, para hacer espacio a Otro, al Señor de la vida y de la felicidad. Negarse a sí mismo para encontrar a Dios. Si reniego del pecado encuentro la gracia, si renuncio a mí encuentro a Dios y a los hermanos. “Si conocieses el don de Dios”, la felicidad que Él te quiere dar. Cuantas veces un sacerdote debería repetirlo a sí mismo, o una mujer que se está preguntando ¿“me convierto o no en madre”, “pienso en mí o en aquel que sin mi no podrá venir al mundo”? Si conocieses el don de la Vida, inmediatamente te lanzarías en el pozo del amor y allí encontrarías la fuerza para vencer el egoísmo.
Madre Teresa de Calcula, con la sabiduría típica de los santos, explicaba la razón del donarse a Dios: “¿Por qué tenemos que donarnos a Dios? Porque Dios se ha dado a nosotros. ¿Si Dios, que no nos debe nada, está dispuesto a donarse a Si mismo, nosotros responderemos sólo con un pequeña parte de nosotros mismos? Donarse plenamente a Dios es un modo de recibir a Dios mismo. Yo para Dios y Dios para mí. Vivo por Dios y renuncio a mi misma, induciendo a Dios de esta manera a vivir para mí. Por lo tanto para poseer a Dio debemos permitirle de poseer nuestra alma” (B. Teresa de Calcuta). (Agencia Fides 27/2/2008; líneas 59, palabras 899)