Ciudad del Vaticano (Agencia Fides) - “Convertíos porque está cerca el Reino de los Cielos” (Mt 3,2). La invitación de Jesús a la conversión es siempre actual para un cristiano encaminado por la vía de la perfección evangélica. La gran Teresa de Ávila recordaba a sus monjas que habían entrado en el convento no para vivir una vida fácil, sino para combatir. Este combate espiritual, sin embargo, no tiene que ver tan sólo con las monjas o los sacerdotes, sino con todos. En efecto, es necesario el permanente combate contra el hombre viejo, contra el propio egoísmo que no da tregua al hombre nuevo. Jesús nos los dice claramente: “quien quiere ser discípulo mío reniegue de sí mismo”.
El discípulo de Cristo conoce bien la dinámica de la renuncia, que abre el alma a la caridad, don de Dios por excelencia. Sin esta dinámica no hay amor auténtico, ni discipulado. Es una “dinámica” porque es un “camino” continuo, un “devenir”, para que Jesús “viva” en el discípulo, hasta que éste alcance el “estado del hombre perfecto, en la medida que conviene a la plena madurez de Cristo” (Ef 4,13), como explica estupendamente San Pablo. En el Evangelio encontramos las palabras lapidarias de Cristo: “si no os volvéis como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos” (Mt 18,3). Este es el “devenir” de los santos, ¡que son los discípulos por excelencia del Señor! Ellos han logrado comprender que el hombre perfecto puede crecer sólo si muere el hombre viejo, y viceversa. En esta lucha entre los dos, sólo puede haber un vencedor: el egoísmo, que es la dinámica del hombre viejo, o la caridad, que es la dinámica del hombre nuevo. Las dos dinámicas no pueden coexistir. El egoísmo, en efecto, no deja espacio para la caridad y ella, a su vez, en el alma que reniega de sí misma, se difunde en desmedro del amor propio, venciendo las resistencias abre el corazón a la libertad: la libertad de la caridad, libertad del hombre liberado por Cristo, rescatado por su Amor.
Juan Bautista describe la dinámica del hombre nuevo cuando afirma: “Él debe crecer y yo debo disminuir”. En otras palabras, si queremos hacer crecer la gracia de Cristo en nosotros, es decir la caridad de Dios, ¡debemos renunciar a nosotros mismos! En el fondo, la dinámica de la renuncia es consecuente y lógica: ¿cómo hago para liberarme de mí mismo si continúo poseyéndome? No puedo librarme de mis ambiciones sino renunciando a ellas, y cuánto más llaman a la puerta, tanto más las debo rechazar. Si no lo hago sucumbo a ellas y pierdo a Jesús, que me quiere libre para llenarme de Él. Cuanto más amemos al hombre nuevo, tanto más dejaremos atrás al hombre viejo, con sus deseos de apariencia, de valer, de poder…
Precisamente como enseña san Pablo en la citada carta a los Efesios: “Pero ustedes no aprendieron así a Cristo, si es que de veras fueron enseñados y formados según él, sabiendo que la verdad está en Jesús. Se les pidió despojarse del hombre viejo al que sus pasiones van destruyendo, pues así fue su conducta anterior, y renovarse por el espíritu desde dentro. Revístanse, pues, del hombre nuevo, el hombre según Dios que él crea en la verdadera justicia y santidad. Por eso, no más mentiras; que todos digan la verdad a su prójimo, ya que todos somos parte del mismo cuerpo” (Ef 4, 20-25).
Jesús viene a nuestro encuentro para revestirnos de Él, de sus virtudes, para transformarlo en criatura nueva, en la criatura verdadera que está destinada a encarnar. En el fondo es Jesús el hombre nuevo en nosotros, mientras que el hombre viejo es el yo que da la espalda a Dios, ¡el negador, el falso!
Cuanto falsa es, en efecto, la percepción de este hombre viejo, así de falsa es la perspectiva de su Yo cerrado en sí mismo; la visión de la realidad es totalmente diferente a aquella del hombre nuevo. ¡Basta pensar en la muerte! Cuán opuesta es la visión entre ambos puntos de vista: el hombre nuevo, la ve como un pasaje, un paso definitivo a la eternidad, mientras que el otro, el hombre viejo, hace como si no lo viera, la ignora, como si no tuviese que ver con ella.
Falseada por el propio yo, la realidad de las cosas resulta totalmente distinta a aquella que realmente es delante de Dios. La lógica del egoísmo, del yo cerrando en sí mismo, no librado por Dios, falsa percepción de la realidad. Dios nos ha creado para Sí mismo, nos ha creado para la felicidad eterna, ha infundido en nosotros una inteligencia, una razón que está destinada, realmente, a la plena comunión con Su Inteligencia, con Su Razón, con Su Amor. Pero el hombre viejo no ve todo esto, no ve a Dios, porque ve solamente su propio limitado horizonte.
Viene aquí a la mente el milagro del ciego de Betsaida, que fue curado por Jesús. Él lo tomó de la mano, lo condujo fuera de la villa, le puso saliva en los ojos, le impuso las manos, hasta dos veces, y así lo curó. El Evangelista Marcos dice al final acerca de este pobre ciego: “fue sanada y veía cada cosa a distancia” (cf. Mc 8,22-26). Así sucede con la conversión: es necesario dejarse tomar por la mano de Jesús, salir de nosotros mismos, dejarse tocar por Su Presencia sanante, que hace nuevas a todas la criaturas, con ojos abiertos, para poder ver “cada cosa a distancia”, en la luz de Dios. (Agencia Fides 30/1/2008; líneas 61, palabras 942)