Ciudad del Vaticano (Agencia Fides) - "Cuando ya amaneció, estaba Jesús en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús. Díceles Jesús: «Muchachos, ¿no tenéis pescado?» Le contestaron: «No.» El les dijo: «Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis.» La echaron, pues, y ya no podían arrastrarla por la abundancia de peces. El discípulo a quien Jesús amaba dice entonces a Pedro: «Es el Señor», se puso el vestido - pues estaba desnudo - y se lanzó al mar”. (Jn 21, 4-7).
“¡Es el Señor!” Esta exclamación del apóstol predilecto viene de lo profundo de su alma: es la pureza de su corazón que le permite reconocer al Señor antes que los otros discípulos. También fue así después de esa carrera al sepulcro, junto a Pedro, la mañana de Pascua, cuando sólo de Juan se dice quE "vio y creyó": sólo vio el Sudario, es decir la sábana fúnebre de Jesús, en el sepulcro vacío, pero le bastó; en él, la promesa del Maestro "bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán Dios", comenzó a hacerse realidad.
Juan "vio" porque tenía el corazón libre, dado completamente al Señor, no era preso de otras preocupaciones y no hacia cálculos, sino, en su sencillez, ha corrido más veloz por las sendas de la fe y del amor gratuito. Las almas sencillas son así, llegan antes que las otras a gustar de Dios en su vida, a saborear la libertad característica de la amistad con Él, el deseo de esa santidad que es regalo del Señor, participado, día tras día, a quien vive con coherencia sus mandamientos, ante todo el del amor.
Juan es considerado desde siempre el apóstol del amor por excelencia; y esto es así porque apostó todo por Jesús. La sinceridad de su anhelo amar sólo lo que Cristo amaba, aún en medio de las inevitables luchas de la fragilidad humana, lo llevó muy lejos: sus velas estaban desplegadas al viento del Espíritu lo que permitió navegar más velozmente.
Pedro se dio cuenta de que Juan era predilecto del Señor precisamente por esta su "inocencia", que se dejaba ver en su mirada y en sus gestos. No era ciertamente un jovencito, era un hombre con su fuerte carácter, que le levó a ganarse junto con su hermano Santiago el apelativo de "hijo del trueno” que le dio Jesús; pero su corazón era el de un jovencito que había entrado más profundamente en la amistad espiritual con Cristo porque se le parecía más que ningún otro.
No es ciertamente una mera coincidencia de un momento, pues precisamente a Juan el Señor le confía el tesoro más precioso que tenía en la tierra: su Madre, la más pura criatura, la Inmaculada. Juan tomó consigo a Maria, es decir en su casa y entre sus bienes, enseguida después de la entrega que le hizo Jesús en la cruz. Su corazón estaba preparado para albergar el Corazón de la Virgen, su alma, semejante a la del Maestro, estaba íntimamente cercana a la de Maria y así pudo recibir de Ella, en los años que vivieron bajo la misma morada, bajo el mismo techo, el más perfecto testimonio que se podía dar sobre las profundidades humanas y divinas del Verbo encarnado. Cuando se lee el Cuarto Evangelio es lícito pensar que esas estupendas palabras son también el fruto de esta cercanía de Juan con Maria. Quien mejor que Ella habría podido exclamar "la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad”. (Jn 1, 14)
Otro Juan de nuestros tiempos, el Siervo de Dios Juan Pablo II, nos ha dejado la estupenda herencia de convertirnos en "apóstoles de la misericordia”, precisamente como el discípulo predilecto. El Santo Padre Benedicto XVI, en la reciente fiesta de la Divina Misericordia, el II domingo de Pascua, domingo de la Divina Misericordia, ha recordado la invitación: " El Santo Padre Juan Pablo II quiso que este domingo se celebrara como la fiesta de la Misericordia Divina: en la palabra "misericordia" encontraba sintetizado y nuevamente interpretado para nuestro tiempo todo el misterio de la Redención… Es la misericordia la que pone un límite al mal. En ella se expresa la naturaleza del todo peculiar de Dios: su santidad, el poder de la verdad y del amor. Hace dos años, después de las primeras Vísperas de esta festividad, Juan Pablo II terminó su existencia terrena. Al morir, entró en la luz de la Misericordia divina, desde la cual, más allá de la muerte y desde Dios, ahora nos habla de un modo nuevo. Tened confianza —nos dice— en la Misericordia divina. Convertíos día a día en hombres y mujeres de la misericordia de Dios. La misericordia es el vestido de luz que el Señor nos ha dado en el bautismo. No debemos dejar que esta luz se apague; al contrario, debe aumentar en nosotros cada día para llevar al mundo la buena nueva de Dios", (Benedicto XVI, 15 de abril de 2007). Que este vestido de luz pura revista todos nuestros días, para hacernos exclamar desde lo profundo del corazón "¡es el Señor!" todas las veces que la caridad de Cristo nos alcance como un rayo de sol entre las grietas, abiertas a la eternidad, de la cotidianidad. (Agencia Fides 18/4/2007, Líneas: 57 Palabras: 905)