Por Stefano Lodigiani
Si después del Concilio Vaticano I (1870) se asistió a la aparición de la figura del catequista y al florecimiento de un vasto movimiento catequético, el impulso que llevó a la institución de los ministerios encomendados a los laicos (entre los cuales, por orden de tiempo, el del catequista es el último por ahora) surgió durante el Concilio Vaticano II (1962-1965), con su profunda reflexión sobre la realidad de la Iglesia y sobre el papel de los laicos en ella (“Todos los hombres están llamados a formar el pueblo de Dios”, Lumen gentium 2; “La Iglesia, en su peregrinación sobre la tierra, es por su misma naturaleza misionera”, Ad gentes 2).
La imagen de la Iglesia que emerge del Concilio está profundamente marcada por la ministerialidad, es decir, por la articulación en “ministerios”, servicios prestados a la comunidad permanentemente que no están reservados a unos pocos miembros, sino que son distribuidos con variedad y amplitud. Los fieles están llamados a participar activamente en la vida y misión de la Iglesia, en la riqueza y diversidad de los dones concedidos por el Espíritu Santo. Junto al sacerdocio ministerial o jerárquico, se redescubre y valora el sacerdocio común de los fieles, según la primera carta de Pedro (1 Pe 2,9).
Con la Carta Apostólica “Ministeria quaedam” del 15 de agosto de 1972, el Papa Pablo VI se propuso - siguiendo la línea indicada por el Concilio -, reorganizar lo que hasta entonces se conocían como “órdenes menores”: funciones o ministerios de origen muy antiguo, llamados “menores” porque se conferían sin el sacramento del orden, pero que habían llegado a reservarse casi exclusivamente a quienes se preparaban para el sacerdocio. Al comienzo de la Carta apostólica se explica así: “La Iglesia instituyó ya en tiempos antiquísimos algunos ministerios para dar debidamente a Dios el culto sagrado y para el servicio del Pueblo de Dios, según sus necesidades; con ellos se encomendaba a los fieles, para que las ejercieran, funciones litúrgico-religiosas y de caridad, en conformidad con las diversas circunstancias. Estos ministerios se conferían muchas veces con un rito especial mediante el cual el fiel, una vez obtenida la bendición de Dios, quedaba constituido dentro de una clase o grado para desempeñar una determinada función eclesiástica”.
Pablo VI estableció que lo que hasta entonces se denominaban órdenes menores debían llamarse en adelante “ministerios”. Los ministerios, desde ese momento, podrán encomendarse a los laicos, de modo que ya no serán considerados como reservados a los candidatos al sacramento del Orden. Tras suprimir algunas de las antiguas “órdenes menores”, los ministerios a mantener en toda la Iglesia latina, adaptados a las necesidades actuales, eran dos: el del Lector y el del Acólito. El Lector para el oficio de proclamar la palabra de Dios ante la asamblea litúrgica, el Acólito para ocuparse del servicio del altar. Ministeria quaedam recuerda que “La institución de Lector y de Acólito, según la venerable tradición de la Iglesia, se reserva a los varones” (n. 7). Los ministerios son conferidos por el Ordinario del lugar o por el Superior Mayor en los institutos religiosos, con un rito litúrgico especial.
En su Carta al Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe del 10 de enero de 2021, el Papa Francisco recuerda: “En algunos casos el ministerio tiene su origen en un sacramento específico, el Orden sagrado: se trata de los ministerios ‘ordenados’ del obispo, el presbítero, el diácono. En otros casos el ministerio se confía, por un acto litúrgico del obispo, a una persona que ha recibido el Bautismo y la Confirmación y en la que se reconocen carismas específicos, después de un adecuado camino de preparación: hablamos entonces de ministerios ‘instituidos’. Muchos otros servicios u oficios eclesiales son ejercidos de hecho por tantos miembros de la comunidad, para el bien de la Iglesia, a menudo durante un largo período y con gran eficacia, sin que esté previsto ningún rito particular para conferir el oficio”.
En la misma Carta, el Obispo de Roma subraya que, en línea con la renovación indicada por el Concilio Vaticano II, “se siente cada vez más la urgencia de redescubrir la corresponsabilidad de todos los bautizados en la Iglesia, y de manera especial la misión de los laicos”. El Documento Final de la Asamblea Especial del Sínodo de los Obispos para la Región Panamazónica (6-27 de octubre de 2019), ha señalado la necesidad de pensar en “nuevos caminos para la ministerialidad eclesial”, “no solo para la Iglesia amazónica, sino para toda la Iglesia, en la variedad de situaciones... Es la Iglesia de hombres y mujeres bautizados que debemos consolidar promoviendo la ministerialidad y, sobre todo, la conciencia de la dignidad bautismal” (n. 95). El Papa Francisco, tras exponer las razones por las que hasta ahora estos ministerios estaban reservados a los hombres, afirma que “no solo los hombres, sino también las mujeres pueden ser instituidos como Lectores o Acólitos”.
Pocos meses después, el 10 de mayo de 2021, se publica la Carta Apostólica 'Antiquum ministerium', con la que se instituye en la Iglesia el ministerio del catequista. “Desde sus orígenes, la comunidad cristiana ha experimentado una amplia forma de ministerialidad que se ha concretado en el servicio de hombres y mujeres que, obedientes a la acción del Espíritu Santo, han dedicado su vida a la edificación de la Iglesia” (n.2). “Toda la historia de la evangelización de estos dos milenios muestra con gran evidencia lo eficaz que ha sido la misión de los catequistas” (n.3). “Es conveniente que al ministerio instituido de Catequista sean llamados hombres y mujeres de profunda fe y madurez humana, que participen activamente en la vida de la comunidad cristiana, que puedan ser acogedores, generosos y vivan en comunión fraterna, que reciban la debida formación bíblica, teológica, pastoral y pedagógica para ser comunicadores atentos de la verdad de la fe, y que hayan adquirido ya una experiencia previa de catequesis” (n.8).
(Agencia Fides 13/5/2023)