VATICANO - “Ave María” por Mons. Luciano Alimandi - La fe no debe quedar en pura teoría

miércoles, 1 julio 2009

Ciudad del Vaticano (Agencia Fides) – “Subió a la barca y sus discípulos le siguieron. De pronto se levantó en el mar una tempestad tan grande que la barca quedaba tapada por las olas; pero él estaba dormido. Acercándose ellos le despertaron diciendo: ‘¡Señor, sálvanos, que perecemos!’ Díceles: ‘¿Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe?’ Entonces se levantó, increpó a los vientos y al mar, y sobrevino una gran bonanza. Y aquellos hombres, maravillados, decían: ‘¿Quién es éste, que hasta los vientos y el mar le obedecen?’” (Mt 8,23-27)
En el Evangelio hay un continuo llamado por parte de Jesús, a los apóstoles a todos los que desean seguirlo, a tener fe en Él, a no ceder a la tentación –la más insidiosa para el creyente– de dudar de su omnipotencia. Es por la fe en Cristo que somos salvados, justificados (cfr. Rm 3,28), por ello la fe es tan importante y central en las enseñanzas de Jesús: “todo cuanto pidáis con fe en la oración, lo recibiréis” (Mt 21,22) y así se entiende la pregunta de Jesús: “cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará la fe sobre la tierra?” (Lc 18,8).
En sentido teórico podemos decir con una cierta facilidad que tenemos fe en el Señor, que nos abandonamos a su divina providencia, pero en la práctica, cuando las cosas no se dan según nuestros deseos, o como las habíamos previsto o programado, entonces la fe en el Señor es posible sólo si se dona el propio ser por entero. Como nos recuerda el Santo Padre “la fe no puede quedar en teoría: debe hacerse vida” (Benedicto XVI, homilía del 29 de junio de 2009).
Se podría decir que el acto de fe en Él, el más profundo, se da verdaderamente cuando comporta el don total de nosotros mismos: “expropiándonos” de nuestro “yo” nos entregamos a Dios, hasta que las mil preocupaciones de la vida no se interpongan cual obstáculo entre Él y nosotros.
El episodio de los apóstoles, desconcertados en la tempestad, en la barca llena de agua que se está hundiendo, es emblemático y rico de significados actuales para nuestra vida de fe. Sobre aquella “barca” los apóstoles experimentan, en la práctica, que está en juego su existencia, suspendida entre la vida y la muerte, entre la salvación y la perdición total. Sin embargo, ¡Jesús duerme! Precisamente en el momento de mayor necesidad de una intervención suya, sucede, inexplicablemente, que Él está durmiendo. Frente a esta situación, la fe de los apóstoles y nuestra fe se pone a prueba duramente.
La prueba de la fe se verifica cuando: algo a lo que damos mucha importancia se pierde; cuando de un momento a otro perdemos el “suelo” sobre el que estamos; cuando nuestras esperanzas se frustran; cuando los acontecimientos nos juegan en contra; cuando la enfermedad o la muerte se hacen presentes… Todo ello, cuando sucede, nos dice claramente que es el momento de la prueba y que el Señor, por ello, está “pasando” por nuestra vida pidiéndonos una fe más profunda, repitiéndonos también a nosotros: “no temas, solamente ten fe” (Mc 5,36). Aunque a nuestra ojos Él aparezca durmiendo, Él está allí, en medio de las pruebas, en nuestra barca, que está a merced de las olas. Esas olas le sirven para hacer crecer nuestra poca fe, que tal vez está dormida o corre el riesgo de adormecerse. No es Él, entonces quien “duerme”, sino nosotros, que nos quedamos dormidos si Él no nos mantiene despiertos.
Cuando las pruebas son intensas, como sucedió con los apóstoles en la barca, entonces junto con esa preciosa ocasión que nos sirve para “verificar” si nuestra fe es teórica o práctica, se nos ofrece el reto de una fe no condicionada a los resultados terrenos, sino totalmente centrada en el Señor. Ese Jesús que duerme, que no interviene a nuestro favor –al menos es así como lo sentimos en el momento de la prueba– es como si nos retase bondadosamente a alcanzar una fe que se nutra sólo de la confianza en su Amor. Como un padre que reta a su propio hijo pidiéndole que se fie ciegamente de él. En efecto, sólo en esa fe “ciega”, es decir en el abandono total a Jesús, se producen en la vida los más grandes milagros, que no son los de naturaleza material sino espiritual: provocan en el alma una verdadera conversión, un lanzamiento hacia las cosas eternas, divinas, dejando el corazón en una santa indiferencia por todo lo demás que, en cambio, es temporal. Un fe como esa, hizo exclamar a Santa Teresa de Jesús: “Nada te turbe, nada te espante todo se pasa, Dios no se muda, la paciencia todo lo alcanza, quien a Dios tiene nada le falta sólo Dios basta” (poesía 9). “Sólo Dios basta” se puede afirmar sólo cuando se es capaz de atravesar la prueba esperando todo de Dios, sin prescribirle nada, sin reprocharle nada. Ese necesario dejarle toda la libertad de actuar cuando quiera y como quiera, si lo quiere, y con sus propios tiempos que no son los nuestros. Santa Teresa de Ávila, que conocía bien los “tiempos” de este actuar divino, afirmó con mucha razón que “la paciencia todo lo alcanza”.
No hacemos precisamente un buen papel si queremos despertar bruscamente a Jesús, como hicieron los discípulos presa del temor que deriva de la duda, o a darle reproches, como lo hizo Marta, llena de preocupaciones: “Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola en el trabajo? Dile, pues, que me ayude” (Lc 10,40). Marta, como sucede frecuentemente también a nosotros, le reprocha a Jesús el hecho de no intervenir en su favor, no haciendo lo que ella considera justo en ese momento.
En el Año Sacerdotal, en el que el santo Cura de Ars se coloca como ejemplo para todos los sacerdotes, la vida de fe del ministro sagrado se puede reforzar con el ejemplo de los Santos, comenzando por el insuperable modelo de la Virgen María. En esta escuela se aprende a “dejar hacer” a Dios, a no anteponer nada a Él, buscando sólo su voluntad, que no pocas veces es misteriosa, pero que se realiza infaliblemente para todos aquellos que, con fe sólida, no quieren negarle nada y le dan “carta blanca”. En una hoja blanca, siempre purificada por el Sacramento de la Reconciliación y de la Eucaristía, por la vida de oración y por la caridad, el Señor puede escribir lo que desea, aunque sin olvidar que, como se suele decir, no pocas veces escribe derecho con líneas torcidas. Actuemos de manera que podamos decir a Jesús, con toda honestidad: “Sóndame, oh Dios, mi corazón conoce, pruébame, conoce mis desvelos; mira no haya en mí camino de dolor, y llévame por el camino eterno” (Sal 138,23). (Agencia Fides 1/7/2009; líneas 73, palabras 1,141)


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