VATICANO - “Ave María” por mons. Luciano Alimandi - La Eucaristía no es sólo acción litúrgica

miércoles, 17 junio 2009

Ciudad del Vaticano (Agencia Fides) – Sería una cosa espléndida si nuestro “yo” se encontrase inmerso en Dios y procediese hacia Él, como a su único Principio, a la Fuente de la Vida, espontáneamente, sin resistencias, en un impulso de comunión eterna. Al inicio, antes de la caída, era así, luego ya no lo fue. A causa del pecado, en efecto, que entró en el mundo gracias a la rebelión del “yo” a Dios, nos encontramos todos ya no inmersos en Él, en el Eterno, sino prisioneros de nosotros mismos, de un egoísmo que, a partir de Adán y Eva, de su pecado de los orígenes, se ha vuelto tirano de todo hombre sobre la faz de la tierra.
Terrible es la tiranía del “egocentrismo”, que no conoce tregua y siempre de nuevo encuentra de qué alimentarse: sueños de grandeza, ilusiones, presunciones, proyectos, deseos, iniciativas... Un “ego” así, estando completamente en tensión no hacia lo Trascendente sino hacia lo inmanente, no a lo Definitivo sino a lo transitorio, quiere prevalecer sobre todo y sobre todos, incluso sobre Dios.
Darse cuenta de cuánto es tremenda la dictadura del egoísmo humano es una de las empresas más difíciles, y aún más difícil es querer ser liberados verdaderamente. Sólo Dios puede venir en nuestra ayuda, porque el hombre, todo hombre, es impotente para salvarse de las propias pasiones.
Se podrían aplicar a esta ardua liberación las palabras inspiradas del salmista: “si el Señor no hubiera estado por nosotros, cuando contra nosotros se alzaron los hombres,
 vivos entonces nos habrían tragado en el fuego de su cólera.
Entonces las aguas nos habrían anegado, habría pasado sobre nosotros un torrente,
 habrían pasado entonces sobre nuestra alma aguas voraginosas. ¡Bendito sea el Señor que no nos hizo presa de sus dientes! Nuestra alma como un pájaro escapó del lazo de los cazadores. El lazo se rompió y nosotros escapamos; nuestro auxilio está en el nombre del Señor, que hizo el cielo y la tierra” (Sal 123, 1-8).
Sin la gracia salvadora de Jesús, acogida con fe, no hay modo de “romper” los lazos que nos tienen prisioneros, sería vano tratar de huir al control de las pasiones, por el simple hecho de que cada uno de nosotros es el carcelero de sí mismo.
“He aquí que estoy a la puerta y llamo. Si alguno escucha mi voz y me abre la puerta, vendré a él” (Ap 3, 20). Esta palabra de Jesús, en el Apocalipsis, es la única que nos puede salvar: Jesús está fuera de la prisión, es el único que tiene el poder divino para liberarnos a todos nosotros. ¡Basta quererlo! Él toca, pide nuestra colaboración para liberarnos, para hacernos salir de los laberintos que hemos construido alzando barreras entre nosotros y Dios, entre nosotros y los demás, entre nosotros y nosotros mismos. Sólo este “Éxodo” nos puede regresar a la inocencia original, es decir a la verdadera libertad de los hijos de Dios. El “Camino” que hace posible el éxodo de nosotros mismos tiene un sólo nombre. Jesús. Desde el inicio de la Iglesia lo ha anunciado: “Jesús es la piedra que vosotros, los constructores, habéis despreciado y que se ha convertido en piedra angular. Porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos” (Hch 4, 11-12). La Iglesia cree que sólo Jesús es la vía que conduce al hombre al Paraíso perdido. Hasta que no entra por ella, uno vaga entre mil desiertos de la vida sin poder evitar perderse.
Por esto Jesús ha venido y ha querido permanecer sobre esta tierra, sobre todo mediante el Sacramento de su Amor: la Santísima Eucaristía que alimenta la vida de la Iglesia y de toda alma que cree en Él. “Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20). El Señor ha permanecido en medio a nosotros, como pan partido y vino donado que, en toda santa Misa, se hacen su Cuerpo y su Sangre. Si queremos ser sus discípulos debemos, entonces, imitarlo. También nosotros debemos llegar a ser, en lo poco, pan partido. Hay un dicho, en italiano, que expresa bien la generosidad de una persona: se ha “dividido en cuatro” para ayudar. El “dividirse en cuatro” sólo es posible si se acepta la lógica evangélica del “partirse”. Si se quiere permanecer “todo entero”, si no se acepta la renuncia de sí, con la muerte consecuente del propio “yo”, entonces se rechaza la lógica eucarística, donde el “transformarse” presupone el “partirse”. Si quiero dejarme transformar en Cristo no debo cerrarme sino donarme completamente para que mi vida se haga oferta, como escribe San Pablo: “os exhorto, hermanos, por la misericordia de Dios, a ofrecer vuestros cuerpos como sacrificio viviente, santo y agradable a Dios; este es vuestro culto espiritual” (Rm 12, 1).
Si no nos ofrecemos a nosotros mismos, si dejamos que sea sólo Jesús quien “se parte y se derrama”, si esperamos a que sean siempre y solamente los demás quienes se sacrifican por nosotros y por el prójimo, nuestra participación a la Santa Misa será siempre incompleta y también para nosotros se realizará la Palabra del Señor: “este pueblo me honra con los labios pero su corazón está lejos de mí” (Mt 15, 8).
El Santo Padre Benedicto XVI, nos enseñaba así en la homilía para la Santa Misa en la Cena del Señor: “la Eucaristía nunca puede ser sólo una acción litúrgica. Sólo es completa, si el "agape" litúrgico se convierte en amor cotidiano. En el culto cristiano, las dos cosas se transforman en una, el ser agraciados por el Señor en el acto cultual y el cultivo del amor respecto al prójimo” (Benedicto XVI, homilía del 9 de abril de 2009).
El corazón se aleja de Dios en la medida en que el hombre cede a su egoísmo. Cuanto más se cierra, cuanto más se niega a donarse, a “partir el propio pan”, tanto más se ensancha la grieta entre el infinito Amor de Dios y el hombre mismo. Dios nunca se aleja del hombre – como podría si su Fidelidad es eterna – sino que es el hombre que, subyugado por su “yo” y sus deseos dementes, escapa de Dios, como una partícula enloquecida que se aleja del Todo porque prefiere la nada de sí y del mundo.
Para terminar con esta fuga insana, del hombre prisionero de sus sentidos y de sus pasiones, Jesús se presenta, también hoy, a la puerta de nuestro corazón como un Mendigo, como un “pobre Cristo”, cargado con la Cruz, que parte su Pan para nosotros. Ante este “Hombre” - “Ecce Homo” (Jn 19, 5) – basta confiar en su Palabra, y la loca carrera hacia la “nada” se detendrá porque en Él se encuentra “el Todo”. La gota habrá finalmente encontrado el Océano y bastará un sólo gesto, para cambiar vida por siempre, para derramarse en Él. (Agencia Fides 17/6/2009; líneas 73, palabras 1146)


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