VATICANO - “Ave María” por mons. Luciano Alimandi - Fieles a la Palabra en la oración

miércoles, 10 junio 2009

Ciudad del Vaticano (Agencia Fides) - “Si queremos que Pentecostés no se reduzca a un simple rito o a una conmemoración, aunque sea sugestiva, sino que sea un acontecimiento actual de salvación, debemos disponernos con religiosa espera a recibir el don de Dios mediante la humilde y silenciosa escucha de su Palabra. Para que Pentecostés se renueve en nuestro tiempo, tal vez es necesario —sin quitar nada a la libertad de Dios— que la Iglesia esté menos ‘ajetreada’ en actividades y más dedicada a la oración. Nos lo enseña la Madre de la Iglesia, María santísima, Esposa del Espíritu Santo” (Benedicto XVI, Homilía de la Santa Misa de Pentecostés, 31 de mayo de 2009). Con estas palabras, el Santo Padre Benedicto XVI, en la solemnidad de Pentecostés, ha evidenciado las prioridades necesarias para disponerse a acoger el don del Espíritu Santo: la escucha humilde y silenciosa de la Palabra de Dios y la dedicación a la oración.
Dichas prioridades, obviamente, no valen sólo para vivir dignamente la festividad de Pentecostés que, como toda solemnidad litúrgica, se conmemora anualmente, sino que son de particular ayuda cada día. En efecto, cotidianamente, si lo deseamos, podemos vivir un “pequeño” Pentecostés, ya que el Señor dona Su Espíritu ininterrumpidamente a Su Iglesia, especialmente mediante el Santo Sacrificio de la Misa, celebrado y participado con fe.
En la acción litúrgica por excelencia, la efusión del Espíritu Santo es necesaria para que se pueda realizar el gran milagro de la Transubstanciación, es decir, cuando, después de las palabras de la consagración, el pan ya no es pan y el vino ya no es vino, sino que se han convertido en Cuerpo y Sangre de Cristo. Aquí se renueva el misterio del descenso del Espíritu Santo, que quiere involucrar y atraer a Sí a todos los reunidos, comenzando por el sacerdote celebrante.
“En efecto el Espíritu Santo desciende nuevamente en cada Misa, invocado en la plegaria solemne de la Iglesia, no sólo para transformar nuestros dones del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre del Señor, sino también para transformar nuestras vidas, para hacer de nosotros, con su fuerza, ‘un solo cuerpo y un solo espíritu en Cristo’” (Benedicto XVI, Homilía para la Misa conclusiva de la JMJ de Sidney, 20 de julio de 2008).
La fuerza del Espíritu Divino pudo actuar tan potentemente en el corazón de los primero discípulos de Cristo, no porque en ese tiempo era más intensa que hoy, como si con el pasar de los siglos se pudiese “debilitar”. Los siglos y los milenios, no pueden mellar la Fuerza divina del Espíritu Santo, porque Dios está por encima del tiempo y de la historia, es el eterno Presente, mientras el mundo, ineluctablemente, pasa, envejeciendo.
Sólo quien vive de Dios y en Dios, como la Iglesia, aun estando en el tiempo, no envejece en el espíritu, sino que permanece joven. El “poder de lo alto” (Lc 24, 49) pudo transformar a los discípulos de entonces porque los encontró “dóciles” a la palabra de Jesús. Así, la misma Fuerza quiere transformar también a los discípulos de hoy, cristianos del tercer milenio, siempre con la condición de que encuentre en ellos el mismo deseo de pertenecer a Jesús que animaba el corazón y la mente de los primeros discípulos.
Los Hechos de los Apóstoles narran, sin duda alguna, que los primeros discípulos de Cristo, guiados por Él, habían finalmente aprendido a vivir las dos condiciones fundamentales para acoger el Paráclito, aquellas que Benedicto XVI nos acaba de recordar. Ellas son válidas para todo cristiano, es decir para quien quiera asimilarse a Cristo: permanecer fieles a Su Palabra y rezar sin cansarse.
Jesús, en efecto, prometió: “si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedido lo que queráis y se os dará” (Jn 15, 7). Los Apóstoles han “permanecido en Jesús”, no lo abandonaron para seguir su propio “yo”, sino que verdaderamente creyeron en Él, viviendo cuanto el Señor les había mandado. Su Palabra, en efecto, sólo si se vive no se pierde, de lo contrario se confunde con otras mil palabras, comenzando por las nuestras.
Los discípulos, a partir del Cenáculo de Jerusalén, a la espera del primer Pentecostés, siguiendo el ejemplo de María, Esposa del Espíritu Santo, aprendieron a rezar al Padre en el Nombre de Jesús y, así, han podido recibir el Poder del Espíritu y sus frutos: “amor, gozo, paz, paciencia, benevolencia, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí” (Gál 5, 22). Todo les era dado, porque “permanecían en Jesús”.
El Espíritu Santo viene a condición de que nos encuentre recogidos en Jesús. Él debe encontrar en nuestro corazón el Nombre de Jesús. En otras palabras, en el íntimo, debe encontrarse el deseo de Él. Este deseo, cuando es auténtico, está en un devenir constante, nutrido por la adoración de Dios “en espíritu y verdad” (Jn 4, 24): en el Espíritu Santo y en la Verdad del Evangelio.
Quien no tiene este deseo, quien se quiere servir de Jesús y no servirlo a Él, quien se quiere revestir de Él sólo superficialmente, quien no lo pone al centro, sino a su lado para no sacrificar su propio “yo”, no puede recibir en su alma la fuerza transformadora de Dios, porque no está dispuesto a despojarse de sí para llegar a ser otro distinto de sí: “de Cristo”.
“El amor de Dios puede derramar su fuerza sólo cuando le permitimos cambiarnos por dentro”, nos rcuerda el Santo Padre (Benedicto XVI, Homilía en Sidney del 20 de julio de 2008).
La Virgen fue la “llena de gracia”, llena del Espíritu Santo, porque no puso nunca resistencia a Su acción. Su impulso hacia Dios, su deseo de plena comunión con Él, no ha sufrido ni interrupciones, ni desviaciones, porque su Corazón Inmaculado se dejaba transformar, de perfección en perfección, por el “poder de lo alto”, por esto puede ser llamada “Esposa del Espíritu Santo”. Mirándola a Ella, cada discípulo aprende ante todo la docilidad a la palabra de Jesús. No es una casualidad que las palabras de la Virgen Madre dirigidas a los siervos, a todos los siervos del Hijo, son: “haced lo que Él os diga” (Jn 2, 5).
La fe cristiana es una fe operosa, ella “hace” todo lo que Jesús desea. La Madre del Verbo encarnado, nos ayuda también a nosotros a vivir cada vez más de la Palabra de Dios. (Agencia Fides 10/6/2009; líneas 71, palabras 1063)


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