VATICANO - “AVE MARÍA” por mons. Luciano Alimandi - La fe de María

miércoles, 15 abril 2009

Ciudad del Vaticano (Agencia Fides) - “Pasado el sábado, María Magdalena, María la de Santiago y Salomé compraron aromas para ir a embalsamarle.
Y muy de madrugada, el primer día de la semana, a la salida del sol, van al sepulcro.
Se decían unas otras: ‘¿Quién nos retirará la piedra de la puerta del sepulcro?’. Y levantando los ojos ven que la piedra estaba ya retirada; y eso que era muy grande.
Y entrando en el sepulcro vieron a un joven sentado en el lado derecho, vestido con una túnica blanca, y se asustaron.
Pero él les dice: ‘No os asustéis. Buscáis a Jesús de Nazaret, el Crucificado; ha resucitado, no está aquí. Ved el lugar donde le pusieron.
Pero id a decir a sus discípulos y a Pedro que irá delante de vosotros a Galilea; allí le veréis, como os dijo’” (Mc 16, 1-7).
Las discípulas del Señor, que habían visto morir a Jesús desangrado sobre la cruz, en aquel Viernes santo – el más santo de toda la historia humana –, al amanecer del Domingo se dirigen a su tumba, nos dice el Evangelio, para ungir su cuerpo. Mientras van, se preguntan como será posible retirar la “piedra” que había sido puesta delante del sepulcro. Cuando llegan, sin embargo, encuentran el sepulcro abierto y vacío, es más, dentro se encuentra un ángel del Señor esperándolas que les anuncia un mensaje extraordinario: ¡“Jesús Nazareno, el crucificado, ha resucitado”!
La resurrección de Cristo, así como nos la narran los evangelistas, es un evento histórico que “escapa” al control de los sentidos, arrasa con toda barrera humana, porque trasciende la realidad terrena, como nos enseña el Santo Padre: “Por tanto, la resurrección no es una teoría, sino una realidad histórica revelada por el Hombre Jesucristo mediante su ‘pascua’, su ‘paso’, que ha abierto una ‘nueva vía’ entre la tierra y el Cielo (cf. Hb 10,20). No es un mito ni un sueño, no es una visión ni una utopía, no es una fábula, sino un acontecimiento único e irrepetible: Jesús de Nazaret, hijo de María, que en el crepúsculo del Viernes fue bajado de la cruz y sepultado, ha salido vencedor de la tumba. En efecto, al amanecer del primer día después del sábado, Pedro y Juan hallaron la tumba vacía. Magdalena y las otras mujeres encontraron a Jesús resucitado; lo reconocieron también los dos discípulos de Emaús en la fracción del pan; el Resucitado se apareció a los Apóstoles aquella tarde en el Cenáculo y luego a otros muchos discípulos en Galilea” (Benedicto XVI, Mensaje Pascual del 12 de abril de 2009).
Ante los ojos de las discípulas se presenta una escena paradójica: el sepulcro está vacío, como su corazón desconsolado, pero un ángel desde dentro del sepulcro anuncia que Jesús ya no está allí, porque ha vuelto a la vida. Este ángel les ayuda, así, a encontrar una fe que se había oscurecido, a subir de nuevo hacia el alto horizonte que se abre ante el creyente y lo conduce a “mirar” más allá de lo humano, a buscar verdaderamente las cosas de arriba. El Señor nos manda en ayuda a los ángeles, que nos sacan de los tantos vacíos existenciales, lugares oscuros de nuestras incredulidades, de existencias marcadas por resistencias a la gracia, y nos invitan a creer sin dudar, porque sólo a quien cree en este modo se le revela la presencia manifiesta del Resucitado.
No es la fe de los discípulos y de las pías mujeres, no es la fe de la Iglesia, la que hace presente a Jesús resucitado, pero es esta fe la que nos hace “capaces” de “encontrarlo”, de “vivirlo”, de “constatar” su actuar salvador entre los hombres. ¡Qué absurda que es la tesis que quiere hacer depender la resurrección de Cristo de la fe de los apóstoles, como si hubiese sido ésta la que lo resucitó! Un pensamiento semejante está deformado, porque es mentiroso no teniendo ningún fundamento evangélico. Los testimonios de los apóstoles nos dicen exactamente lo contrario: es Jesús resucitado que revitaliza su fe casi apagada, como sucedió con los discípulos de Emaús, con Tomás, con todos nosotros. La Resurrección de Jesús precede y hace posible la fe de los primeros, como de todos los demás discípulos del Señor hasta nuestros tiempos. Ellos han creído en un Evento que verdaderamente sucedió y no en algo que habría podido suceder. Jesús se revela a aquellos que creen en su amor, es por esto que el ángel del Señor invitó a las pías mujeres al acto de fe “ha resucitado, ya no está aquí”, como otro ángel, el arcángel Gabriel, en el día de la Anunciación invitó a María a creer que “nada es imposible para Dios” (Lc 1, 37). ¡Qué extraordinaria gracia el acto de fe cierto en Jesús: creo, sin dudar de aquello en lo que creo!
El Evangelio nos narra también que cuando Pedro y Juan corren al sepulcro, la mañana de la resurrección, después de que la Magdalena les informa que el cuerpo de Cristo ya no está, Juan, viendo sólo las telas sagradas que cubrieron a Jesús, “vio y creyó” (Jn 20, 8). Juan, a diferencia de Pedro, creyó inmediatamente porque tenía el corazón más libre del mismo Pedro que había renegado a Jesús. El corazón de Juan estaba más dispuesto al impulso del amor, que le permite intuir y creer más profundamente en la fuerza de la resurrección. Este corazón era semejante al de los niños. En mi experiencia primero de catequista y luego de sacerdote, en tantos encuentros, catequesis, celebraciones con niños, no he nunca encontrado a uno que fuese ateo. El niño no tiene el corazón lleno de sí, sino que lo tiene libre como Juan.
María Santísima creyó sin ninguna duda en las promesas del Señor, por lo tanto, también que resucitaría el “tercer día” (cf. Lc 9,22), ya que era la criatura plenamente libre de sí misma. Ello no fue al sepulcro con las pías mujeres, sino los Evangelios nos lo hubieran dicho. Las pías mujeres estuvieron bajo la Cruz con Ella, pero Ella no estaba junto a ellas en el sepulcro. ¿Por qué? La respuesta la podría intuir también un niño: para que iba a ir a la tumba del Hijo si sabía bien que estaba vacía. La Virgen encontró al Hijo resucitado, no necesitó del anunció de un ángel o de la palabra de los discípulos para creer en Él. Su fe era sólida como la roca y en la fe esperó a Jesús resucitado. Que hermoso imaginar este encuentro. Se podría suponer que fue tan hermoso que es imposible describirlo con palabras.
Juan, al final de su Evangelio, escribe que “hay además otras muchas cosas que hizo Jesús. Si se escribieran una por una, pienso que ni todo el mundo bastaría para contener los libros que se escribieran” (Jn 21,25). ¡Si se tuviera que escribir el encuentro del Resucitado con su Madre, no bastaría todo un Evangelio! (Agencia Fides 15/4/2009; líneas 71, palabras 1157)


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